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martes, 14 de junio de 2016

58. [Ph.] Presupuestos morales de viabilidad para la comunidad multicultural.



1. La sociedad global y la comunidad local se encuentran ambas integradas por diversidad de personas y pueblos que han desarrollado formas distintas de comprenderse a sí mismas y de relacionarse recíprocamente.  De modo que la multiculturalidad es tanto un fenómeno global como un fenómeno local. Esta diversidad no sólo se manifiesta en la forma particular de auto-conciencia que tiene cada persona y cada asociación heterogéneas sino concomitantemente en las diversas formas de vivir, actuar, sentir que generan relaciones complejas.

2. Este fenómeno tal vez sea el desafío más importante para la comunidad humana del tercer milenio. En primer lugar señalamos su inmediatez creciente: por la influencia local que tienen los acontecimientos globales de modo inmediato; por la repercusión global que tienen los acontecimientos locales; por el fenómeno migratorio que genera por sí mismo una interacción cada vez más plural de las culturas y de las religiones; por los medios diversos de comunicación y transportación que han generado próximidad, en pueblos y culturas geográficamente distantes.  En segundo lugar por su carácter interpelativo. Las diversas culturas y las diversas religiones, y, concretamente, las personas que tienen una pertenencia cultural y religiosa diversa se enfrentan unas con otras, en el sentido de «estar unas frente a las otras».

Modelos de enfrentamiento
3. Tal enfrentamiento puede darse de diversos modos. Puede darse de modo destructivo. Se trataría de una afirmación de la identidad personal, cultural o religiosa que excluyera en sí misma la integración comunitaria y la convivencia con el otro a través de variadas expresiones y mecanismos consuetudinarios o institucionales hasta poder llegar a la completa aniquilación del «otro». Tal vez en nuestros días el ícono más dramático de esta posibilidad sea el anfiteatro de Palmira.



Puede darse, también, de modo constructivo, en diversos grados. Sin embargo, para construir tal comunión que hiciera posible vivir juntos, se requieren unas disposiciones previas y comunes que trascendieran de algún modo las notas individuales y culturales específicas aunque pudiendo subsistir en ellas: una verdadera meta-cultura, una cultura del encuentro.

La cultura del encuentro: meta-cultura
4. La cultura del encuentro sería un modelo de integración comunitaria, en donde cada persona sin renunciar a su identidad cultural específica aceptara el desafío de convivir con quien es diverso, de intercambiar sabiduría y costumbres e incluso de asociarse con fines comunes.

De modo que el multiculturalismo, subsistiendo sobre la meta-cultura del encuentro no sólo haría posible vivir juntos como agentes aislados, inconexos o segregados, sino sobre todo construir juntos, edificar juntos la comunidad política.

En este sentido afirmamos que la meta-cultura del encuentro es un principio necesario de viabilidad social global y local que hace posible la asimilación de un fin común: el desarrollo de las personas, de la comunidad y la necesaria garantía de la paz.

El fundamento Ético de la cultura del encuentro
5. La asociación de lo diverso con la finalidad específica de construir la paz y suscitar el desarrollo, es una asociación moral, es decir que requiere una cierta comunión libre de las personas de las distintas culturas.

Es decir, no podemos afirmar ingenuamente que ni la convergencia en el territorio común, ni la convergencia en la vida común ni la convergencia en los simples intereses económicos, edifiquen por sí mismas a la comunidad, y, si bien hemos dicho que la meta-cultura del encuentro es un principio de viabilidad de la comunidad, también podemos preguntarnos si es viable en sí misma o cuáles son las condiciones que la posibilitan.

En este sentido, la oposición entre inclusión o exclusión, entre multiculturalismo constructivo o multiculturalidad destructiva exige no sólo una meta-cultura sino sobre todo una meta-ética (que trascienda las costumbres y las emociones), que la haga posible o mejor dicho unos presupuestos éticos que tengan un carácter universal y, por lo tanto, trascendentes a cada persona y a cada cultura. 

Así, llegamos al núcleo de la problemática del multi-culturalismo, que consistiría tanto en determinar las bases morales que hacen viable la cultura del encuentro como determinar si es posible encontrar positivamente tales bases en las distintas culturas y religiones. 

Hablaré únicamente del primer aspecto, el segundo aspecto exige un juicio crítico de las culturas y de las religiones que excede los alcances del panel e incluso del congreso.

La regla de oro
6. Afirmamos que el principio ético universal que posibilita la cultura del encuentro es la norma personalista. Pero no necesariamente en su enunciación racionalista, sino en su formulación más concreta y al mismo tiempo más universal: la regla de oro. 

La presentamos primeramente en su fundamento para después desarrollarla en sus enunciaciones más clásicas.  «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 19; Mt 22, 39; Lv 19, 18; Mc 12, 31; Lc 10, 27; Ga 5, 14; ).

Es evidente que la norma personalista así presentada pertenece a una cierta tradición religiosa y cultural, sin embargo, sus elementos trascienden a la misma cultura de donde provienen pudiendo postularse como una norma universal capaz de fundar las bases de la meta-cultura del encuentro que hicieran posible la convivencia en la sociedad multicultural.

7. La regla de oro, en esta primera formulación de tradición bíblica integra los elementos que ya hemos señalado: el enfrentamiento de la persona y de las culturas, el estar «frente a frente».

La misma noción de prójimo que proviene del adjetivo griego «πλήσιος» señala precisamente la proximidad, aquello que está cerca de ti, aquello que está junto a ti, aquello que está frente a ti.

Desde el punto de vista ontológico estableceríamos a partir de ella una relación concreta intersubjetiva entre el «yo» y el «otro» que está frente a él cuyo contenido es el amor y que tiene una medida específica.

La medida del amor se establece recíprocamente en el amor hacia el propio «yo» es decir en el descubrimiento del valor personal del cual cada quien es portador: en el reconocimiento recíproco de la mutua dignidad.

La regla de oro, es por tanto el principio fundante de la inclusión. Y se podría afirmar alguna contraparte, por poner sólo un ejemplo, en la regla del kafir, o del infiel. Sin esta reciprocidad fundamental de reconocimiento y aprecio mutuo el enfrentamiento no puede llegar nunca a ser un encuentro ni a superar las distintas prácticas de exclusión.

Asimilación subjetiva de la regla de oro
8. Analicemos la regla de oro desde el punto de vista subjetivo: La regla de oro se presenta como una norma que establece una mediación entre el «yo», y el «otro»y por extensión entre el «nosotros» y el «ellos».

Tiene un principio subjetivo asimilable por cada persona: la consideración del valor inherente del propio «yo» como principio de reconocimiento del valor inherente del otro. El sujeto moral, que actúa y decide, que busca sus propios fines y su propio desarrollo descubre en la dinámica de su propia experiencia su autonomía para la acción y la necesidad de actuar por sí mismo para subsistir, desarrollar su propia vida y vivir bien.

Es la experiencia humana de la libertad y del «valor de sí», en donde el sujeto subordina los medios y sus acciones hacia los distintos fines y todo esto hacia sí mismo como fin. Es decir, se descubre a su conciencia la dignidad y el valor del propio yo. Así, aparece el «yo» como fin y como valor conformador de la existencia y de la acción, emerge el valor de la «propia persona». De tal valor se suscita el amor que precede a su acción integral y procura su bien personal en la comunidad.

Asimilación personalista de la regla de oro
9. En esta misma experiencia se encuentra el sujeto con el otro que aparece al mismo tiempo como lo diverso y como lo semejante. Lo diverso porque notoriamente el otro es distinto de mí, pero lo semejante porque notoriamente el otro aparece como un «otro como yo»o bien como «otro yo»

Esto que parece superfluo afirmarlo es en realidad decisivo: el «otro»es auténticamente uno que es «como yo», semejante en dignidad, semejante en valor, no es un «ello impersonal» una cosa que yo puedo o debo usar, manipular, segregar o destruir, sino más bien es «persona junto conmigo», persona como yo, mi «prójimo». El«otro»  no es un simple «no-yo», sino un «tu» en el que descubro también mi propio «yo», y por lo tanto, mi propia dignidad y mi propio valor personal.

En este reconocimiento recíproco el amor al propio «yo» se establece como la medida de la relación intersubjetiva mutuamente edificante, del amor y de la justicia que le es propia. De modo que la regla de oro establece la posibilidad del encuentro cuando el amor que procura el bien personal trasciende al sujeto y alcanza al prójimo quedando de algún modo unido intrínsecamente a él. En realidad esta es la única garantía de la justicia, del respeto a los derechos del prójimo y, por lo tanto, de la paz.

Asimilación objetiva de la regla de oro
10. Siguiendo esta argumentación podemos avanzar del hecho subjetivo al hecho objetivo. Cada persona tiene una dignidad intrínseca que debe ser custodiada por todos, como se custodia el propio valor personal. Por encima de la diversidad personal, cultural y religiosa, trascendiendo la multiculturalidad, para construir un humanismo multicultural, un auténtico multiculturalismo, afirmamos el principio de la dignidad de la persona, de cada persona y de todas las personas, principio máximo de inclusión y de viabilidad social y comunitaria.

La objetividad de esta norma, sin embargo, contrasta positivamente con el hecho sociológico de diversas normativas jurídicas vigentes en distintos estados y comunidades políticas, en donde la exclusión ha llegado a tener una estabilidad institucional a través de la negación de derechos fundamentales tales como el derecho a la vida o a la libertad religiosa.

Asimilación comunitaria de la regla de oro
11. La regla de oro, a la vez que tiene un sentido personal tiene un significado eminentemente social. Es capaz de suscitar la concordia entre quienes se reconocen iguales en dignidad y poder lograr el acuerdo común para asociarse con los fines comunes del desarrollo personal y social, es decir del bien común. En este sentido la sociabilidad propia de la persona encuentra en la regla de oro, el principio saludable de cohesión comunitaria más allá del simple utilitarismo como sugieren los modelos neo-racionalistas y neoliberales.

Ética de la misericordia
12. Llegado a este punto podemos enunciar la regla de oro en su formulación positiva más clásica, sobre todo a partir de la ilustración: «Hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes» (Mt 7,12). Si la integramos a la enunciación fundamental previa que establece la medida de la relación en el amor podemos añadir un elemento más: la regla de oro se cumple y se consolida en el ejercicio concreto de la misericordia.

13. Santo Tomás de Aquino señala que la misericordia es una pasión, un acto y una virtud. Como pasión consiste en la tristeza del mal del prójimo. Tal tristeza es capaz de mover a la voluntad a obrar para remediar el mal del prójimo y procurarle el bien en un acto propio del amor. Pero esto no siempre sucede. Sucede, señala él mismo, cuando el sujeto es capaz de apropiarse la miseria ajena, de hacerla suya, de amar verdaderamente al prójimo como a sí mismo.

En este sentido acierta notablemente el Papa Francisco cuando presenta a la «indiferencia»  personal y social como principio positivo de exclusión. Cuando la tristeza entra al corazón y el corazón hace suya la miseria ajena y se mueve a remediarla, entonces la regla de oro se manifiesta en el amor que integra al otro en la propia vida para promover su desarrollo como si fuera el propio.

Por ello podemos decir que la Ética de la misericordia, desarrolla la función integradora de la solidaridad de modo pleno y supera la Ética de la reciprocidad con un significado propiamente social y constructivo de la comunidad.

14. Así, la práctica virtuosa de la misericordia tiene una eficacia incomparable para integrar la comunidad plural y multicultural sobre la base de la común dignidad, de la responsabilidad común que de ella se deriva de unos con otros, especialmente con los miembros más vulnerables de la comunidad y se manifiesta como fuerza de cohesión concreta frente a los distintos modos de exclusión.

La misericordia, entonces, como valor no sólo eminentemente personal sino también socialpacifica a las personas y a las comunidades humanizando y dignificando a cada uno tanto a quienes la ejercen en un determinado momento como a quienes la reciben. En este sentido podemos decir que el rostro más apropiado del humanismo en las sociedades plurales y para el multiculturalismo es la misericordia.

15. Habiendo señalado estos elementos podemos volver a la problemática inicial para concluir: el multiculturalismo como problema. Se presenta como problema precisamente porque exige en la diversidad una unidad, una cierta reconciliación fundada en la dignidad personal y en la norma ética que de ella se deriva.

Sin embargo, tal unidad es libre y requiere la apertura de todos. El diálogo sin duda es necesario, pero no siempre es posible precisamente porque requiere unas disposiciones previas.

16. Suscitar las disposiciones morales en todos y en cada uno tal vez sea el desafío más importante y más difícil. No me corresponde determinar su viabilidad. Sin embargo, lo que si puedo afirmar es que la experiencia de ser amado, de ser valorado, de recibir misericordia genera una conversión, una transformación que conlleva la asimilación existencial de la regla de oro.