Queridos amigos: celebramos la misa
del Corpus Christi, en vísperas de la
solemnidad. Esta fiesta fue instituida para conmemorar solemnemente la
institución de la sagrada Eucaristía. Ciertamente la santa institución, la
celebramos en la misa de la cena del Señor en el jueves santo; sin embargo, el
papa Urbano IV quiso instituir un día distinto, fuera del tiempo de la pasión para agradecer a
Dios por la institución del sacrificio eucarístico y por la presencia real,
substancial, viva y verdadera de Cristo en el pan y el vino consagrados y
ofrecidos a Dios para su gloria y para nuestra santificación.
Así nuestra fiesta nos lleva al gran
acontecimiento del jueves santo, día santísimo en que Cristo instituye la
Eucaristía y el Orden Sacerdotal. A este día se la ha llamado Natalis Calicis, el nacimiento del cáliz; y precisamente por ello adquiere un
significado muy profundo para mí, en el día dichoso en el que por primera vez
ofrezco, como sacerdote, el sacrificio
de nuestra redención presidiendo la Eucaristía.
En el libro del Éxodo hemos
escuchado como Moisés ha sellado la primitiva alianza con la sangre de los
animales que ofrecidos en sacrificio unían al pueblo con Dios. La sangre
establecía un vínculo, una parte de ella, de la vida que se entregaba a Dios,
se derramaba sobre el propiciatorio del altar y otra parte se utilizaba para la
aspersión del pueblo, de modo que un elemento común tocaba a Dios implorando
misericordia y tocaba al pueblo juramentando fidelidad, por la mediación de
Moisés.
Esta antigua alianza anunciaba una
realidad viva que iniciaba y que vendría con plenitud más tarde. Así, la carta
a los hebreos nos explica que Cristo, Sumo sacerdote, único mediador perfecto
entre Dios y los hombres ha ofrecido su sangre para purificarnos de nuestros
pecados y ofrecer al Padre Eterno, impulsado por el Espíritu Santo, un culto
agradable en su presencia. Él ha unido, al derramar su sangre, a la humanidad
con Dios, obteniendo los bienes definitivos, la redención, el perdón de los pecados.
Ahora bien, en la antigua alianza
la sangre caía sobre el pueblo y sobre
el altar. En la nueva alianza la sangre del Hijo de Dios se ofrece al Padre
sacramentalmente en el cáliz, la misma sangre que se derrama en la cruz. En el cáliz se contiene la sangre preciosa, en
el Calvario se derrama. ¡Que gran misterio es este! Jesús instituye la
Eucaristía como anticipación de su sufrimiento y muerte, para que su sangre
derramada en la cruz nos alcance a todos nosotros, no como aspersión exterior
sino como bebida de salvación, como comunión. Y lo mismo podemos decir del
cuerpo que se entrega al oprobio en el calvario, y que se hace pan de vida en
el altar. Un mismo acto es, entonces, memorial de la pasión y sacramento de
comunión, de salvación, de vida eterna.
Ofreciendo pan y vino, Jesús ejerce
el sacerdocio como Melquisedec y sabiendo que sube al Padre y permanece para
siempre en el altar celeste para interceder por nosotros, instituyó el orden
sagrado al mandar que se hiciera el sacramento en memoria suya a sus
apóstoles. Así,
Cristo mismo se aseguraba de hacer visible su mediación sacerdotal, de
prolongar su acción salvífica y de que la gracia de su sacrificio
alcanzara a todos los hombres de todos los tiempos. De algún modo, todo sacerdote nace
el jueves santo, y todo sacerdote nace,
al participar, no por sus méritos sino por elección y mandato divino, para
ofrecer el santo sacrificio del Cuerpo y la Sangre de Cristo, para el perdón de
los pecados.
El cáliz que nace el jueves santo
contiene el misterio de la redención, misterio que ahora se me encomienda
custodiar, celebrar y dispensar. Hoy nace también este cáliz para mí, pues
aunque fui ordenado sacerdote hace pocos días, es el día de hoy en el que puedo
cantar con temor y gratitud: levantaré el
cáliz de la salvación, te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocaré tu
nombre Señor, en presencia de todo el pueblo.
Mis queridos hermanos: estoy lleno
de gozo por el sacerdocio que el Señor Jesús me ha confiado. Él es sacerdote,
principalmente, porque se ofreció a sí
mismo, impulsado por el Espíritu Santo, como víctima al Padre. Oren por mí,
para que mis debilidades y fragilidades no oscurezcan el rostro de Cristo en mi
ministerio; oren por mí, para que aprenda de Cristo a ofrecerme a mí mismo, a entregar mi vida cada día por mi amada
Iglesia y para gloria del Padre.