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viernes, 21 de noviembre de 2014

42. [S. Th.] [Conferencia] Los preceptos de la ley positiva de la Iglesia Católica

(Conferencia impartida en el Congreso Nacional de la «Sociedad Mexicana de Filosofía» el 18 de Octubre de 2014, llamado «Ley natural»
La constitución dogmática Lumen Gentium, al hablar sobre la naturaleza y la misión de la Iglesia en el misterio divino enseña que el Padre Eterno, Creador del universo, quiso elevar a los hombres a la vida divina y dispensarles la salvación en Cristo Redentor por obra del Espíritu Santo: Y estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia (LG, 2).

De modo que la Iglesia es una comunidad de fieles, elegidos de antemano por Dios y convocados por él, para, profesando la fe en Cristo y con el auxilio de la gracia, poder participar de la vida divina y recibir la dispensación salvífica a la vez que ofrecerla a todos los hombres de todos los tiempos.

Esta comunión, ha sido instituida por Cristo como comunión jerárquica y corporativa. Es decir, para el cumplimiento de su misión y el desarrollo de su vida funciona como un organismo vivo, un cuerpo organizado con una cabeza estable que visiblemente lo ordena y lo vivifica: el cuerpo místico de Cristo.

La organización de la vida eclesial por tanto tiene la finalidad de vivificar y regular el cumplimiento de su misión, a saber, participar a los hombres de la vida divina y dispensar la salvación. Esta comunión es jerárquica porque fue instituida por Cristo sobre el Colegio de los Apóstoles presidido por el Apóstol Pedro y sus sucesores, quienes gobiernan en el nombre de Cristo y por su voluntad a la comunidad.

De modo que toda la normativa eclesiástica y todos los preceptos que en ella subsisten tienen esta finalidad histórico salvífica. Esta estructura subsiste sobre otra estructura más básica y general según la armonía teológica entre razón y fe, gracia y naturaleza: la estructura normativa en el orden natural.

Así, podemos decir que la estructura de la «norma» en el orden natural no es ajena a la estructura de la norma eclesiástica sino su misma base sobre la que desarrolla su propia especificidad. La misma noción de norma, desde esta perspectiva, implica necesariamente un fin, unas fuentes y una aplicación, hechos que encontramos también en la normativa eclesiástica.

Así, la norma moral tiene como fin conducir a los hombres hacia su fin último, se funda en la ley natural, fuente remota, conocida por la recta razón, fuente próxima, y se aplica en el discernimiento prudencial de cada caso.

Del mismo modo, el fin de la norma jurídica es la justicia y su fuente principal es la ley positiva que deriva de la recta razón como fuente próxima y de la ley natural como fuente remota y es promulgada por la autoridad para salvaguardad el orden de la justicia y del bien común.

Y siguiendo esta estructura, también la normativa eclesiástica tiene un fin que la específica: participar a los hombres la vida divina y dispensar la salvación, y tiene unas fuentes. Sus fuentes son: la ley natural que deriva del orden de la creación, la ley divina positiva que deriva del orden de la revelación y la ley eclesiástica positiva.

De este modo, la normativa eclesiástica, reconoce tener un único autor fundamental: Dios mismo, en cuanto creador ha dispuesto el orden natural, que el hombre puede conocer mediante el recto uso de su razón; Dios mismo, en cuanto revelador ha dado a conocer una ley, primero imperfecta en el AT y después perfecta en Jesucristo su Hijo, Nuestro Señor, y ha dado el Espíritu Santo para poner la ley y nueva del amor en los corazones de los fieles mediante la gracia; Dios mismo, que ha fundado a su Iglesia y la provee de los auxilios necesarios para el cumplimiento de su misión.

Así podemos llegar a la definición del derecho canónico: es la estructura que regula los pormenores de la vida corporativa de la Iglesia, y lo hace mediante normas. Esta normativa se basa como ya hemos señalado en tres instancias, en la ley natural, en la ley divina positiva, y en los preceptos positivos de la legislación eclesiástica, y, en conjunto integran un corpus que regula la vida de la Iglesia como cuerpo de Cristo y comunión jerárquica.

Esta normativa se encuentra promulgada y compendiada en el CIC para la Iglesia latina y en el CCEO para las Iglesias orientales y en otras leyes eclesiásticas tanto universales como las del derecho litúrgico, como particulares, como las normativas propias de las conferencias episcopales o de las diócesis particulares.

Ahora bien, la normativa eclesiástica ha experimentado un notable desarrollo hasta llegar al estatuto actual. Este desarrollo no ha sido un desarrollo arbitrario sino que se trata de un desarrollo orgánico. Dado que los preceptos de la ley natural y los preceptos de la ley divina positiva son inmutables, el desarrollo de la normativa de la Iglesia ha consistido en la profundización de la comprensión de sus fuentes, en su aplicación concreta a la problemática de cada tiempo y en las adecuaciones pastorales propias a las contingencias de cada lugar y época de acuerdo a la norma de la prudencia.

Se reconocen cuatro etapas de desarrollo: el IUS ANTIQUUM, que va de los tiempos apostólicos hasta los tiempos de Graciano 1160; el IUS NOVUM que va desde el decreto de Graciano hasta el Concilio de Trento; el IUS NOVISSIMUM que va desde el Concilio de Trento hasta el Código de Derecho Canónico de 1917, y el Derecho Canónico actual, que emana del CVII y ha sido promulgado en 1984 en el CIC.

De este modo podemos observar que, de hecho, ha habido un desarrollo orgánico del derecho y que si lo estudiamos a profundidad, en este mismo desarrollo podemos descubrir tanto la fidelidad de la Iglesia a la inmutabilidad de los preceptos divinos y de la ley natural como la posibilidad de adecuar mediante los preceptos positivos de la legislación eclesiástica, la normativa de la Iglesia para poder  en cada momento de los siglos, cumplir más adecuadamente su misión.

Por lo tanto, junto con la inmutabilidad de los preceptos divinos positivos y de los preceptos que emanan de la ley natural podemos afirmar la mutabilidad de algunos de los preceptos de la ley eclesiástica de la Iglesia Católica, a saber, aquellos que no emanen directamente de los preceptos inmutables. De este modo es tarea de la ciencia canónica y demás ciencias teológicas determinar cuáles aspectos de los cánones se fundan en preceptos divino positivos, en ley natural o bien son sólo regulaciones pormenores que pueden adecuarse o modificarse.

Veamos unos ejemplos: en relación al sacramento del matrimonio existen algunos cánones que regulan aspectos del matrimonio que se fundan en la ley natural y que son por ese mismo hecho inmutables. Algunos más aunque fundados sólidamente en la ley natural están ratificados por la ley divina positiva, como la indisolubilidad, lo que perfecciona de modo más explícito y solemne su inmutabilidad.

Pero, existen  también algunos otros que siendo preceptos positivos de la ley eclesiástica, han podido ser modificados y adecuados. Tal es el caso, por ejemplo, de los preceptos relacionados al matrimonio mixto, que durante mucho tiempo estuvo prohibido como tal, hasta que el papa Paulo VI aunque lo desaconsejó lo permitió, precisamente por no oponerse ni a la ley natural ni al derecho divino positivo.

Por otro lado, un ejemplo de un precepto divino positivo que es inmutable y definitivo lo encontramos en la legislación que regula el sacramento del orden, cuando señala que la única materia válida para el sacramento es el varón bautizado. Esta norma no puede ser cambiada por nada ni por nadie, ni siquiera por la suprema autoridad eclesiástica, que no puede cambiar ni ésta norma ni cualquier otra que tenga el carácter de inmutabilidad por razón de pertenecer al orden natural o a la revelación positiva.

Otro ejemplo, ahora de un precepto positivo de la ley eclesiástica que tiene carácter de mutabilidad, lo encontramos en la ley sobre el ayuno eucarístico. Esta ley tiene una razón de ser y una finalidad que consiste en ofrecer una veneración particular al Sacramento de la Eucaristía a través de la abstención de cualquier alimento antes de la comunión sacramental. Sin embargo el lapso de tiempo que regula esta finalidad no se funda ni en ley natural y en ley divina positiva sino en una disposición pastoral que el legislador puede modificar según lo considere conveniente. Por esta razón el lapso pudo pasar de ser de un ayuno de 8 horas a un ayuno de 1 hora de 1917 a 1984.

En este mismo sacramento se observan otros elementos inmutables por ejemplo, la materia y la forma del santo sacrificio, o bien la norma que señala que nadie que tenga conciencia de estar en pecado mortal debe acceder a la sagrada comunión, según lo enseña el mismo Apóstol Pablo (1 Co 11, 29). Estas normas son por sí mismas, inmutables.

Ahora bien, para terminar, quisiera decir que con estos términos «preceptos de la ley positiva de la Iglesia Católica» a veces algunas personas se refieren a los así llamados “mandamientos de la Iglesia Católica”. Es verdad que los mandamientos de la Iglesia Católica son preceptos positivos, pero están integrados en el corpus más amplio de la normatividad canónica y sobre ellos se podría hacer un análisis como el que hemos presentado para reconocer cuáles aspectos se fundan en derecho divino positivo y cuales pueden modificarse. Por mi parte, termino mi conferencia señalando la importancia de tener claridad en esta triple fuente del Derecho Canónico, para saber qué cosas se pueden modificar al no ser funcionales pastoralmente, y que cosas no se pueden modificar sin traicionar a la verdad,  a Dios mismo único autor de la ley eterna, garante de la ley natural, y duce maestro de la nueva ley.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

41. [S. Th.] [Reflexión] La gran Batalla

Artículo en InfoCatólica 
17 de noviembre de 2014



La gran batalla

A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. (Gaudium et Spes, 37)
Prólogo

En la ciudad de México del 25 de septiembre al 2 de noviembre de 2014, unidos al movimiento internacional 40 Days for life, más de 1300 voluntarios se reunieron a orar incesantemente y sin interrupción durante 40 días consecutivos frente a un Abortuorio privado. Unieron a su oración el ayuno realizando una vigilia pacífica e integrando una auténtica comunidad orante para pedir a Dios su misericordia, el fin del aborto y la conversión de México. Pero, ¿Por qué una campaña de oración? ¿Por qué orar frente a un abortuorio?

Albúm de fotografías: 40diasxlavida Otoño 2014
Para responder a esta pregunta, primeramente podemos considerar el significado humano, moral y social del aborto: El aborto es un crimen abominable. Constituye una gravísima injusticia: la eliminación directa de un ser humano inocente a través de diversos mecanismos que violentan la vida hasta causarle la muerte. La injusticia es aún mayor si se considera que son los propios padres los que solicitan la ejecución de la persona y que la sentencia es realizada por personal médico que debería de estar al servicio de la salud y de la vida.
Además podemos señalar sus proporciones e implicaciones culturales: en la Ciudad de México, como en muchos otros países y regiones del mundo, el Estado ha decidido arbitrariamente excluir del derecho fundamental a la vida a un grupo importante de personas humanas: a todas las personas que se encuentran en la primera fase de su desarrollo biológico, desde su primer instante de existencia en la concepción hasta un periodo de tiempo determinado más bien por las posibilidades técnicas de los procedimientos homicidas que por cualquier otro motivo de racionalidad.
En la capital de México el aborto es legal hasta la doceava semana de gestación. Desde el año 2007 se han realizado alrededor de 126,000 abortos gratuitos en hospitales públicos y más de 65,000 abortos sólo en la internacional abortista Marie Stopes que tiene 6 abortuorios instalados en la ciudad, además de los realizados y no contabilizados en los (al menos) 34 abortuorios privados más.
De modo que se trata de un crimen legal, promovido y realizado por el estado, de proporciones masivas y pérdidas irreparables. Es un auténtico «holocausto silencioso» y una práctica genocida que experimenta un crecimiento anual sin precedentes. Este crimen destruye la vida de cientos de miles de personas, destruye la conciencia, el corazón, el alma de cientos de miles de madres, de cientos de miles de padres, destruye cientos de miles de familias, y lesiona gravemente a la sociedad. 
¿Pero, por qué combatir este crimen a través de la oración? Finalmente, y de un modo más decisivo podemos considerar el significado teológico del aborto en la historia humana. En efecto, el «holocausto silencioso» no sólo tiene un significado humano profundamente trágico y devastador, sino que tiene un significado espiritual más radical, que se descubre a la luz de la Fe, de la Palabra de Dios y de las enseñanzas morales y doctrinales de la Iglesia. Las siguientes reflexiones pretenden profundizar en el sentido teológico de la lucha contra el aborto para poder iluminar cada acción concreta y descubrir su valor auténtico.

La Contemplación de la Historia

El 12 de Mayo de 2012, Benedicto XVI reunido con los Señores Cardenales dijo:
Vemos cómo el mal quiere dominar en el mundo y que es necesario entrar en lucha contra el mal. Vemos cómo lo hace de tantos modos, cruentos, con distintas formas de violencia, pero también enmascarado como el bien, destruyendo así las bases morales de la Sociedad. (BENEDICTO XVI, Discurso a los Cardenales, 12 de Mayo de 2012)
Con estas palabras el Papa emérito afirmó un hecho notable: en la historia, en nuestra historia, en el «hoy » de nuestro horizonte temporal somos testigos de las pretensiones del mal de ejercer su dominio en el mundo, en la sociedad, en las personas.

Este hecho es percibido y juzgado por el papa como un hecho que confronta a cada persona y como un hecho que confronta a toda la comunidad eclesial. Esta constatación fue una ocasión para Benedicto XVI de recordar el carácter «militante» de la Iglesia. La Iglesia es «ecclesia militans», porque está llamada a luchar contra el mal. No puede observar pasivamente la lucha que el mal ejerce en la historia para establecer su dominio, sino que está llamada a enfrentarlo, y cada cristiano está llamado a tomar parte en esta lucha.

Esta mirada contemplativa, al considerar la historia, renueva la conciencia que los fieles cristianos siempre han tenido de participar en la gran lucha contra el mal que realizó, Jesucristo, el Redentor del hombre, no sólo en cuanto a que cada uno de ellos, con el auxilio de la gracia, debe luchar contra el pecado, contra la tentación y contra el mal que particularmente lo asecha, sino también por cuanto se sabe solidario de sus hermanos en sus luchas particulares.

Más aún, la meditación del carácter «militante» de la Iglesia reafirma la conciencia de la lucha comunitaria y personal en la que existe una cierta corresponsabilidad en el sentido de que la respuesta libre de cada persona a la gracia afecta también a los demás e impacta notablemente la historia en el contexto de esta lucha.

De este modo, la dimensión comunitaria del combate espiritual, adquiere un sentido más amplio en relación al sentido de la historia humana: la historia misma aparece bajo el signo de la tensión y del combate que ejerce Cristo, unido a su cuerpo, la Iglesia, contra el pecado y contra el mal. Esta lucha es un combate decisivo y trascendente para todas las personas y para cada persona. El mal asecha a toda la humanidad, a cada persona y a la comunidad humana en su conjunto. El combate, aunque tiene como escenario la historia, el tiempo y el espacio humano en el que fuimos llamados a existir, trasciende los signos visibles del «hoy» y del «ahora», puesto que en él está en conflicto la salvación misma de las almas, y el destino de toda la creación, particularmente de la sociedad humana en su conjunto y de su relación con el cosmos.

Esta lucha, trascendente en el tiempo, se manifiesta ante los ojos del Papa Benedicto XVI particularmente en dos hechos notables: la violencia contra la vida y el relativismo moral. Estos «signos de los tiempos», que representan el esfuerzo del mal por dominar el mundo se elevan ante nuestros ojos con una fuerza alarmante pues se presentan en el tercer milenio con un dramatismo particular: los atentados contra la vida humana no disminuyen y el relativismo moral impera sobre las conciencias y sobre las sociedades humanas con una potencia terrible.  En relación a esto el gran papa S. Juan Pablo II denunció con fuerza la gravedad de ambos hechos y su mutua relación:
Con las nuevas perspectivas abiertas por el progreso científico y tecnológico surgen nuevas formas de agresión contra la dignidad del ser humano, a la vez que se va delineando y consolidando una nueva situación cultural, que confiere a los atentados contra la vida un aspecto inédito y —podría decirse— aún más inicuo ocasionando ulteriores y graves preocupaciones: amplios sectores de la opinión pública justifican algunos atentados contra la vida en nombre de los derechos de la libertad individual, y sobre este presupuesto pretenden no sólo la impunidad, sino incluso la autorización por parte del Estado, con el fin de practicarlos con absoluta libertad y además con la intervención gratuita de las estructuras sanitarias. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 4.)
Estos dos hechos, la violencia contra la vida y el relativismo moral, están relacionados y no son ajenos el uno al otro. El relativismo moral, oscurece la conciencia hasta llegar al «eclipse del valor de la vida», al eclipse respecto al bien y al mal que no sólo oscurece el juicio personal sino que oscurece también la aceptación o el rechazo social a los crímenes contra la vida disimulando su gravedad, permitiéndolos y en ocasiones hasta promoviéndolos incluso a través del estado.
La dimensión social del «eclipse de la conciencia» y sus necesarias consecuencias comunitarias, políticas, sociales y hasta jurídicas consolidan una estructura, que favorece notablemente el dominio del mal en el mundo hasta el punto de generar una auténtica cultura de muerte:
… estamos frente a una realidad más amplia, que se puede considerar como una verdadera y auténtica estructura de pecado, caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera « cultura de muerte ».  (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 4.)
De este modo, podemos decir que la batalla, la gran lucha de la que habla la Constitución Pastoral, Gaudium et Spes, se da en la cultura. Es un hecho que afecta a las bases mismas de la civilización y a su futuro histórico como también enseñó en numerosas ocasiones el Beato Paulo VI. Es en la cultura, en donde la Iglesia debe enfrentar el dominio del mal. Es necesario, pues, realizar un cambio cultural, que oponga al poder de las tinieblas la luz de Cristo. La luz del Redentor ilumina las más densas tinieblas incluso en medio del «eclipse de la conciencia» que oscurece comunidades enteras. La Iglesia y los discípulos de Jesús, unidos a Cristo estamos llamados a enfrentar el mal oponiendo la luz de Cristo a las tinieblas del relativismo:
« Vivid como hijos de la luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas » (Ef 5, 8.10-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 95.)
En la «raíz» del «eclipse de la conciencia» se encuentra el «eclipse del sentido de Dios». Esta relación entre muerte, inconciencia y rechazo de Dios tiene una fuerte base teológica. Aparece en el relato de la caída en el Génesis (Gn 3, 1-24). El rechazo de Dios, la exclusión de Dios, implica, por un lado, un rechazo a la norma moral, un intento de autonomía absoluta respecto al bien y al mal en cuanto determinados por Dios, y, por otro lado, un rechazo al hombre mismo a su vida y a su dignidad. El hombre rechaza a Dios para hacerse dios y determinar por sí mismo el bien y el mal, pero al hacerlo se extravía a sí mismo. En el grave contexto del «secularismo» imperante en gran cantidad de países en el tercer milenio no podemos olvidar la relación que existe entre ambos eclipses, entre ambas tinieblas, y la violencia contra la vida.
En la búsqueda de las raíces más profundas de la lucha entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte » … es necesario llegar al centro del drama vivido por el hombre contemporáneo: el eclipse del sentido de Dios y del hombre, característico del contexto social y cultural dominado por el secularismo, que con sus tentáculos penetrantes no deja de poner a prueba, a veces, a las mismas comunidades cristianas. Quien se deja contagiar por esta atmósfera, entra fácilmente en el torbellino de un terrible círculo vicioso: perdiendo el sentido de Dios, se tiende a perder también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 21.)
En el mismo relato de la caída, aparece la tensión de la lucha entre una fuerza que se opone a Dios y el plan divino para la creación. La «Serpiente» representa claramente la oposición a Dios, el «mal» que quiere ejercer su dominio ocasionando la muerte a través de la desobediencia y del relativismo moral. En efecto, para promover la muerte, la «Serpiente» introduce primero sospecha respecto a la norma moral para después prometer una nueva luz sobre el «bien y el mal» que haría a los hombres como dioses, liberándolos de los preceptos divinos, elevándolos por encima de ellos y sometiéndolos a su arbitrio, es decir, haciéndolos relativos.

La «Serpiente Antigua», sin embargo, representa algo más: a Satanás, y a los demás espíritus malignos que libremente han caído en desgracia y vagan por el mundo para la perdición de las almas. De modo que la lucha, a la que está llamada la Iglesia es una lucha contra el mal, contra el pecado, contra el error que oscurece la conciencia y contra el demonio mismo.

Es una lucha contra un ejército de creaturas espirituales que han caído en corrupción y que se oponen al plan de Dios actuando directamente en la historia humana engañando a la humanidad. Así lo enseña sin titubeos San Pablo a los Efesios: Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas. (Ef, 6,12)

La Iglesia militante, entonces, enfrenta al demonio, quien desde el principio promueve la desconfianza y la rebelión respecto a la voluntad divina promoviendo la muerte y la destrucción de la vida humana. Esta secuencia dramática está también en el libro de los Orígenes: al pecado de Adán, le siguió el fratricidio de sus hijos.
En la raíz de cada violencia contra el prójimo se cede a la lógica del maligno, es decir, de aquél que « era homicida desde el principio… Así, esta muerte del hermano al comienzo de la historia es el triste testimonio de cómo el mal avanza con rapidez impresionante: a la rebelión del hombre contra Dios en el paraíso terrenal se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 8)
En el Evangelio de la Vida, San Juan Pablo II, señala con toda claridad la relación que hay entre estos elementos que hemos señalado: la violencia del hombre contra el hombre y la destrucción de la base moral de la Sociedad. Ambos atentados contra Dios, son realizados por el hombre engañado por Satanás. Así, él, quien es el padre de la mentira, se goza en el engaño que introduce sospecha y relativismo moral, se goza en la muerte de las personas que ocasiona y se goza en su perdición:


Sólo Satanás puede gozar con ella [la muerte]: por su envidia la muerte entró en el mundo (cf. Sb 2, 24). Satanás, que es « homicida desde el principio », y también « mentiroso y padre de la mentira » (Jn 8, 44), engañando al hombre, lo conduce a los confines del pecado y de la muerte, presentados como logros o frutos de vida. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 53)

Ahora bien, esta batalla contra el mal, contra Satanás (Jn 12, 31), contra el error (Jn 18, 37) y contra el pecado (Jn 1, 29) en la que la Iglesia está históricamente inserta y que aparece a nuestros ojos, es precedida y preludiada por el combate decisivo que ha llevado a cabo Jesucristo (Jn 16, 11). En efecto, por el pecado, la humanidad fue derrotada (Rm 3, 23)  y puesta bajo el dominio de la muerte (Rm 5,14) y del enemigo (2 Co 4,4), como enseña numerosas veces el Apóstol. Pero Dios no la abandonó ni al pecado ni a la muerte sino que inmediatamente a la caída prometió la redención (Gn 3,15), preparó la venida del Salvador (Lc 3, 23-38; Mt 1, 1-17) y dispuso en su providencia la Encarnación del Hijo para vencer a las tinieblas del pecado (Jn 1, 1-18), sanar a la humanidad herida y participar a los hombres de su victoria y de su vida misma (Jn 10, 10).

Así, llegado el momento oportuno, Jesús, el Hijo de Dios, enfrentó al demonio, a través de su oración y de su ayuno (Mt 4, 1-9; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13), a través de su obediencia inmaculada al Padre Eterno (Rm 5, 19), y de modo eminente a través de su sacrificio y muerte en Cruz (Jn 12,32). Predicó y enseñó durante tres años oponiendo al error, a la mentira y al engaño la luz de su sabiduría. Expulsó a los demonios, curó a los enfermos, levantó a los muertos, y perdonó los pecados señalando la irrupción de un nuevo dominio sobre el demonio, sobre el pecado y sobre sus consecuencias: el reino de los cielos.

En efecto, anunció la llegada del reino, un reino de vida, de gracia, de paz, de comunión profunda con Dios en el que el demonio no tendría poder definitivo. Enfrentó al pecado, llevándolo sobre sí mismo como siervo sufriente (Is 53), y sometiéndose a la muerte. Y su combate victorioso, en la cruz, es paradójicamente el momento de mayor oscuridad (Lc 23, 44) y de mayor luz (Jn 8, 28) en la historia: en el Calvario se puede percibir toda la fuerza de las tinieblas, todo el poder del mal, todo el peso del pecado, el acontecimiento de mayor dominio del enemigo, hasta la muerte del Hijo; en el Calvario se puede percibir toda la fuerza de la luz, todo el poder del bien, de la fuerza liberadora de la verdad, de la obediencia inmaculada, del amor, del establecimiento del dominio definitivo de Dios sobre la humanidad, hasta el sacrificio del Hijo, que alcanza el perdón, la vida eterna y la redención.
Es precisamente en la Cruz, en donde se vence al pecado y a la muerte. Allí venció Jesús y allí vencerá la Iglesia en su misión histórica con la fuerza de la gracia que brota del Calvario. Allí, “lucharon vida y muerte en singular batalla y muerto el que es la vida triunfante se levanta”. Allí, encontramos la luz más nítida, más excelsa y más esplendorosa que disipa todas las tinieblas y nos da la gracia para permanecer firmes en medio de la lucha que enfrentamos en este tercer milenio:
Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha dramática entre la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Sin embargo, esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 50)
En el Misterio Pascual, Jesús ha salido victorioso, ha destruido a la muerte, ha vencido al pecado (1Co 12, 55-57) y ha establecido su reino (Col 2, 14). Su lucha y su victoria da a la Iglesia la fuerza espiritual para enfrentar el mal y vencerlo (Lc 22, 33). Así, la victoria que ya reviste la cabeza llegará a todos los miembros, que todavía sufren a causa de esta lucha como dolores de parto (Ga 4, 10) mientras atraviesan su peregrinación terrena hacia la casa del Padre. Esta fuerza espiritual, la gracia divina, se nos da a través de la vida sacramental, de la oración y de la adhesión a Cristo (Jn 15, 5).

Sólo a través de la gracia el hombre pecador puede, con el auxilio divino, enfrentar las fauces del León (1 Pe 5, 8), el fuego del dragón (Ap 12, 3)  y tener esperanza de victoria, no en sí mismo que por sí mismo él ya había sido derrotado, sino en el Cristo victorioso que vive en Él (Ga 2, 20) y que combate en Él por gracia. Sin Él nada podemos hacer, pero con Él, con su gracia y en su nombre, estamos llamados a resistir (St 4,7) y a luchar contra el dragón que quiere devorar a la humanidad.
Pongamos atención a esta última figura. En el libro del Apocalipsis (Ap 12, 3-17) aparece la figura del Dragón, que se opone al Salvador e intenta destruirlo en medio de la gran batalla que hemos descrito. Aparece también la mujer, que representa, a la Iglesia que resiste con los auxilios divinos la violencia del enemigo mientras atraviesa el desierto de la prueba de los siglos.

Hagamos una última consideración, basándonos en este texto: la mujer representa, también, para los Santos Padres a María, la Madre de Dios, quien toma parte fundamental en la lucha, no sólo en el tiempo de su vida modesta sino también en los tiempos de su glorificación en los que la Iglesia goza con el consuelo de su intercesión y protección. En esta escena vemos representada toda la historia de la humanidad desde el punto de vista teológico y María también nos ayuda a comprender su dimensión más profunda:
María ayuda así a la Iglesia a tomar conciencia de que la vida está siempre en el centro de una gran lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. El Dragón quiere devorar al niño recién nacido (cf. Ap 12, 4), figura de Cristo, al que María engendra en la « plenitud de los tiempos » (Gal 4, 4) y que la Iglesia debe presentar continuamente a los hombres de las diversas épocas de la historia. Pero en cierto modo es también figura de cada hombre, de cada niño, especialmente de cada criatura débil y amenazada. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 104)  

De la contemplación a la acción
Con el auxilio de María, a la luz del Evangelio, y orientados por el Magisterio de la Iglesia, podemos profundizar en la misión de la Iglesia en el tercer milenio a la que con tanta fuerza nos llama el papa Francisco en el «hoy» y en el «ahora» que es nuestra responsabilidad y nuestro deber.

Estamos llamados a combatir por la salvación de las almas  y por la gloria de Dios, quien es agraviado en cada vida humana destruida y en cada vocación trascendente frustrada. La lucha se debe de dar en todos los niveles de la cultura, según lo enseña S. Juan Pablo II en El Evangelio de la Vida y precisamente en la vida pública de donde el secularismo ha excluido a Dios con consecuencias gravísimas: en el ámbito familiar, educativo, profesional, social, jurídico y político.

No debemos tener miedo de salir a las calles, a ir a las periferias existenciales (FRANCISCO, Evangelii Gaudium,20), allí donde, precisamente, se percibe más la ausencia de Dios y el dominio del mal, a anunciar el Evangelio y liberar a los oprimidos por el mal. Particularmente a los que en la cultura de muerte son más vulnerables: los niños no nacidos, los débiles, los enfermos, los ancianos y los excluidos. Debemos atrevernos a ir a las periferias culturales, a través de acciones concretas y con la fuerza que viene de Dios. Salir con la conciencia clara de que toda acción debe brotar de nuestra unión con Cristo porque sólo su fuerza puede oponerse a la muerte y al pecado como también nos ha insistido Francisco.

Toda acción en favor de la cultura de la vida y en el combate contra el dominio del mal, debe estar animada con la fuerza que nos viene de la vida sacramental y de la Palabra de Dios, debe surgir de la oración personal y comunitaria, del ayuno, del sacrificio, de la penitencia, que nos une más profundamente a Dios en la vida teologal y debe tener en cuenta el sentido trascendente de la lucha.

La oración no sólo es una de las armas fundamentales que tenemos para combatir el mal y el pecado sino que es la fuente de donde todas los demás actos y obras adquieren su eficacia y su inspiración correcta. La oración es eficaz. El poder de la oración puede disipar las tinieblas, expulsar a los demonios preservar a las almas del pecado y salvar vidas de su destrucción. La oración no sólo nos vivifica en el combate, sino que ella misma es combate como nos enseñó Nuestro Señor. En el tercer milenio, marcado, como señaló Benedicto XVI,  por la lucha contra el mal, urge revitalizar el carácter militante de la Iglesia a través de la oración y a través de las palabras y de las obras que broten de ella y que se dirijan a hacer oposición a la cultura de muerte que nos asecha:
Es urgente una gran oración por la vida, que abarque al mundo entero. Que desde cada comunidad cristiana, desde cada grupo o asociación, desde cada familia y desde el corazón de cada creyente, con iniciativas extraordinarias y con la oración habitual, se eleve una súplica apasionada a Dios, Creador y amante de la vida. Jesús mismo nos ha mostrado con su ejemplo que la oración y el ayuno son las armas principales y más eficaces contra las fuerzas del mal (cf. Mt 4, 1-11) y ha enseñado a sus discípulos que algunos demonios sólo se expulsan de este modo (cf. Mc 9, 29). Por tanto, tengamos la humildad y la valentía de orar y ayunar para conseguir que la fuerza que viene de lo alto haga caer los muros del engaño y de la mentira, que esconden a los ojos de tantos hermanos y hermanas nuestros la naturaleza perversa de comportamientos y de leyes hostiles a la vida, y abra sus corazones a propósitos e intenciones inspirados en la civilización de la vida y del amor. (JUAN PABLO II, Evangelium Vitae, 100)

Epílogo
Con estas reflexiones quiero hacer un homenaje público a todos los voluntarios de 40 días por la Vida, en todo el mundo, y particularmente en México. La comunidad orante en México, en las calles, en las periferias existenciales, allí donde mueren miles de inocentes, fue un «signo vivo» del combate real entre la vida y la muerte, entre la luz del Evangelio y las tinieblas que eclipsan la conciencia de casi toda una Ciudad aletargada. Durante 40 días oraron incesantemente enfrente de un abortuorio, dando un combate espiritual intenso, profundo, evangélico y fecundo.
Fue un combate comunitario, fue un combate real: la batalla es real, la vida es real. Se rescataron vidas, se preservaron almas del pecado del aborto y se movilizaron miles de conciencias. Muchos se acercaron a los sacramentos y muchos más se formaron espiritual y doctrinalmente en el mismo lugar de la muerte.
Se encendió una luz que ardió con elocuencia y con belleza. La fuerza de la oración movilizó muchos corazones al arrepentimiento, a la conversión, a la purificación y a la entrega generosa. El resplandor de la cruz se hizo presente en favor de las víctimas inocentes del aborto que en este lugar y en todo el mundo eran ejecutadas, en favor de sus madres y de sus familias, y en favor de toda la comunidad  orante. Al menos durante este tiempo, y en este lugar, estos pequeños no murieron solos, murieron acompañados y encomendados por las oraciones vivas de sus hermanos que a unos cuantos metros los amaban, los lloraban y los entregaban a Dios con el corazón lleno de compasión. 

Que Dios mismo que ha escuchado esta gran oración por la vida siga inspirando a todos los voluntarios que ya formaron parte de esta gran vigilia y a muchos más a orar por la vida, a combatir el mal por la vía pacífica de la oración y de la compasión, y a realizar acciones concretas eficaces, diversas y creativas para transformar la cultura y para derogar las leyes inicuas que promueven el crimen del aborto.

Que esta oración sea el preludio de un movimiento espiritual más grande que resuene en todo el país y logre una transformación real, para gloria de Dios, salvación de las almas y defensa de la vida humana.


Síntesis de Prensa


lunes, 10 de noviembre de 2014

40. [Ph.] [Educación] La búsqueda de la verdad en la cultura posmoderna: entre la necedad y la sabiduría


San Gregorio (Moral. l. 2, c. 26): el don de sabiduría se da contra la necedad.

Agradezco a las autoridades del ISES, por la amable invitación que me han hecho para motivar algunas reflexiones que puedan acompañar el actuar de la comunidad académica durante el año que ahora comienza.

Quiero iniciar mi reflexión señalando algunas características de los tiempos que tenemos que afrontar en relación al ser y al quehacer de una Institución de Educación Superior que desea comprometerse con los fines propios de la educación católica y de las Universidades.

En primer lugar, debemos señalar el consenso cada vez más generalizado en diversos ámbitos al señalar el fenómeno de la crisis educativa. Con el término “emergencia educativa” se ha querido señalar la urgencia y la gravedad de la crisis, por las necesarias repercusiones culturales que ha provocado y provocará. Es, sin embargo, significativo que nuestra época, alguna vez definida como “época del conocimiento” presente una emergencia de esta magnitud. Más aún, parece paradójico el hecho constatable del aumento generalizado tanto de las mismas fuentes del conocimiento, como de su accesibilidad, como de los métodos y de las técnicas que lo facilitan, pueda convivir con la emergencia educativa señalada.

Esta primera constatación no debe pasar desapercibida. Lo primero que nos indica es que la emergencia educativa no es una crisis de los medios de la educación sino una crisis de los fines de la educación. Lo segundo que nos indica es que se trata de una crisis relacionada con la capacidad que como sociedad tenemos para pensar precisamente los fines. Podemos decir que un punto de partida de la reflexión sería señalar el hecho de que la educación se ha quedado sin fines propios y se ha subordinado a otras pretensiones que no son propiamente educativas. Dicho de otro modo, una nota esencial de la educación en nuestro tiempo es la de su ser instrumental.

Pero esta nota, que parece ser accidental a la emergencia educativa es en realidad su causa más profunda. La educación es una abstracción de una realidad que pertenece al ámbito del obrar humano, de su acción. Pero el obrar humano se especifica en cada caso, precisamente por su objeto, por su dirección, por su fin. De modo que perdiendo la educación sus fines propios no pierde algo accidental. No se trata de una pérdida accesoria o circunstancial, como los constantes cambios a los modelos educativos de los que hemos sido testigos en los últimos años, que a gran velocidad intentan cambiar todo el proceso de enseñanza y antes de lograrlo son sustituidos por otros. Aquí nos referimos a una pérdida mucho más trascendente, a la pérdida del λόγος de la educación, de su especificidad, de su sentido y de su esencia. No es posible educar ni hablar de educación si no se tiene una idea precisa del fin de la educación, y difícilmente se tendrá una idea precisa del fin de la educación, sino se tiene una idea precisa del fin del hombre, de su naturaleza y de su esencia.

En relación al carácter instrumental de la educación que se ha constituido en el modelo educativo dominante de la cultura actual, debemos señalar que es el efecto de un fenómeno más amplio. La educación es instrumental precisamente porque la razón de nuestro tiempo es instrumental. La razón moderna clausuró la capacidad discursiva que pretendía alcanzar los fines mismos de la vida del hombre y de la sociedad como comunidad humana como interrogantes dotados de viabilidad intelectual. Esta razón que estrechó la capacidad del hombre de juzgar el mundo y a sí mismo a lo próximo e inmediato, excluyó “a priori”, al excluir el discurso metafísico y moral objetivo, los fines mismos de la educación.

La crisis, entonces, inicia de algún modo en una disminución de la capacidad del hombre para juzgar al mundo y a sí mismo. Podemos decir con mucha simplicidad que la razón cambió de objeto, pasó de tener por objeto el “ser” a tener por objeto el “hacer”, la “técnica”, el “método”  para dominar al mundo, a la naturaleza y al hombre mismo. La razón como “dominación” se impuso también en el ámbito educativo. La prioridad educativa se volvió aumentar la capacidad de dominar el mundo y de transformarlo.

Siguiendo esta argumentación podemos decir que la emergencia educativa es sólo los efectos perniciosos de una crisis más profunda: la crisis antropológica. No es la “cuestión educativa” la que habría que resolver primero, sino la “cuestión del hombre”. Sin embargo, al llegar a este punto nos podemos dar cuenta de otro dato paradójico. La misma razón moderna que estrechó la altura de la inteligencia al ámbito de lo dominable según las formas metodológicas del control experimental intentó desarrollar una cultura y un pensamiento antropocéntrico. De modo que nos encontramos con una cultura que al mismo tiempo que intentó ser antropocéntrica renunció al reconocimiento de una verdad plena sobre el hombre que llegara a reflexionar sobre su naturaleza, sobre sus fines  propios y por lo tanto sobre su vocación trascendente.

Es significativo que entre las prioridades que Benedicto XVI señalaba a los profesores universitarios en el 2007 él mismo señalara como urgente realizar un estudio profundo sobre la crisis de la modernidad. Una crisis, que él mismo diría, se expresa en la promoción de un humanismo antropocéntrico sin fundamento ontológico:

Durante los últimos siglos, la cultura europea ha estado condicionada fuertemente por la noción de modernidad. Sin embargo, la crisis actual tiene menos que ver con la insistencia de la modernidad en la centralidad del hombre y de sus preocupaciones, que con los problemas planteados por un "humanismo" que pretende construir un regnum hominis separado de su necesario fundamento ontológico.[1]
Este regnum hominis, separado de su necesario fundamento ontológico, no se deshizo absolutamente de cualquier tipo de razonamiento moral, sin embargo, al dejar tales razonamientos sin sus fundamentos metafísicos adecuados, estos condujeron a un discurso ético débil e incapaz de fundar sólidamente un proyecto educativo humanista e integral consistente. De este modo, más allá del carácter instrumental de la educación que hemos constatado como hecho típico del fenómeno de la emergencia educativa podemos señalar una causa más profunda en el orden teórico, que ha consistido en el abandono del ser, más concretamente, en la renuncia teórica al desarrollo de una metafísica de la persona que pueda fundar la acción educativa.

Dicho de otro modo, la “emergencia educativa”, es en realidad una crisis de la razón moderna, en cuanto tiene de principio educativo, que consiste en la renuncia a la reflexión profunda sobre el ser mismo del hombre, sobre su constitución esencial y por tanto sobre su dinamismo existencial. Este abandono del ser conduce necesariamente a la primacía de la praxis y a la desconfianza a cualquier teoría que pretenda establecer un fundamento educativo “fuerte” dejando el ámbito de las finalidades de la educación en el más plural y variado relativismo de los fines. Curiosamente, mientras los fines de la educación quedaron bajo el imperio del relativismo, los “medios” de la educación, incluyendo los métodos y las novedades pedagógicas con su prioridad indiscutible pasaron a imponerse en sentido fuerte siempre y cuando pudieran aportar algo a los fines no propiamente educativos y válidamente aceptados por la cultura: el progreso material y el dominio técnico.

Al abandono de la metafísica, de la antropología propiamente filosófica y de los fundamentos metafísicos del obrar moral que conlleva se la ha sumado un hecho no menos relevante, en el ámbito de lo que al comienzo de la conferencia hemos señalado el “ser y el hacer” de una Institución de Educación Superior que desea comprometerse con los fines propios de la educación católica: el fenómeno del secularismo. Pero, aquí no estamos hablando de un cierto secularismo que ha afectado a las instituciones laicas o que paulatinamente ha ido cambiando las instituciones propias de la cultura de los modelos teocéntricos, a los modelos liberales.  Estamos hablando del secularismo que afectó y afecta a las instituciones propiamente confesionales, cristianas y católicas que han preferido comprometerse con las dinámicas propias de la educación pragmática y han, en el mejor de los casos, subordinado, en el peor de los casos, renunciado, a la constitución propiamente católica de su misma actividad educativa.

Al abandono de la metafísica le tenemos que añadir la grave crisis religiosa que han experimentado muchas instituciones y agentes educativos: el abandono de la fe en sí misma y por cuanto tiene de principio educativo. Así, tenemos dos causas profundas de la emergencia educativa: el abandono de la fe y el abandono de la metafísica. De modo que, junto con una reflexión más profunda sobre las motivaciones de estos abandonos es necesario volver a pensar que la educación sólo podrá tener un sentido auténticamente educativo cuando se funde en la verdad sobre el hombre, incluyendo, desde luego, y sin menoscabo a su vida temporal sino en favor de ella, su vocación trascendente.

Recuperar el λόγος de la educación, es, más bien, desarrollar la actividad educativa desde el λόγος del hombre, un λόγος recuperado, capaz de alcanzar el ser, de predicar con verdad, de juzgar al mundo y al hombre adecuadamente y de plantearse las preguntas auténticamente relevantes sobre el sentido de las cosas humanas. Si aceptamos la altura de la definición de educación como “promoción del estado de virtud” en todas las dimensiones de la vida personal, hemos de decir que la virtud, ya sea en su sentido genérico como en sus caracteres específicos, se funda sobre este sentido, el λόγος profundo que es capaz de reconocer la verdad sobre el hombre, sobre su obrar y sobre su dignidad. En este sentido, la primera emergencia es la promoción misma de la verdad sin la cual el estado de virtud se vuelve ilusorio e impreciso. Sin embargo, esta promoción no sólo requiere de una apertura de la razón sino también de un ensanchamiento del corazón, del amor que sigue al λόγος y que es capaz de fundar un nuevo estado de cosas conforme a Él. La promoción de la investigación, enseñanza y difusión de la verdad con un compromiso serio que incluya tanto la conciencia de los límites del conocimiento como su estatuto real, exige un movimiento de apertura de la mente y del corazón a la realidad que después sea capaz de promover el estado de virtud en las personas y el desarrollo de la cultura en las sociedades humanas.

Sobre la base de estas reflexiones he recordado una consideración que hace Santo Tomás respecto a “la sabiduría”, que en relación a la línea argumentativa que aquí hemos seguido podría parecer accidental pero que en realidad es sumamente relevante por su precisión y conveniencia a la circunstancia descrita. Santo Tomás, hablando sobre la caridad, y después sobre la sabiduría como don del Espíritu Santo opone a la sabiduría dos estados: la necedad y la fatuidad. Hablaremos, por ahora, sólo de la necedad, “stultitia”. La necedad, señala  Tomás siguiendo a San Isidoro, es un tipo de herida del corazón y un entorpecimiento de los sentidos que impide a la persona conmoverse por el estupor, quedando inhabilitado su sentido para juzgar al mundo.[2] La sabiduría por el contrario como enseña él mismo es un tipo de sutileza y perspicacia del corazón y de los sentidos que elevados por el estupor son habilitados para discernir las cosas y sus causas.

De este modo, antes de que la inteligencia pueda elevarse hacia su objeto propio en la verdad, o la voluntad deleitarse en el bien propio y conveniente o en la contemplación de la belleza según la dinámica del "ordo virtutem”, del “ordo amoris” que sigue al λόγος humano es necesario sanar las "heridas" del corazón que pueden impedir a las facultades alcanzar sus objetos propios y hacerse connaturales a ellos a través de la promoción adquisición de la virtud que fundada en la naturaleza lo individua de modo único y personalísimo.

En este sentido podemos decir que la emergencia educativa manifiesta una herida en los sentidos para juzgar al mundo, una razón inhabilitada para discernir las cosas y sus causas. Junto con esta herida que incapacita para el pensamiento metafísico aparece la herida del corazón que impide al espíritu humano elevarse con gran sutileza para alcanzar a encontrarse sin prejuicios ni estrecheces con la realidad. Esta sutileza impulsada por la pasión que provoca el asombro y dotada de una razón habilitada para el pensamiento profundo propia de los sabios ha sido suplantada por una voluntad estrecha que abandonando el ser y los interrogantes más profundos no sólo ha clausurado su propia razón sino que ha querido fundar una cultura y una actividad educativa sin λόγος.

Santo Tomás, en este sentido, enseña que corresponde al sabio dirigir y juzgar haciendo su juicio en referencia a la causa más alta de todo lo inferior. Continúa diciendo que en la vida humana el sabio es llamado prudente porque orienta el obrar humano a su debido fin. De modo que el sabio dirige y juzga conforme a las causas últimas y dirige el obrar conforme al fin último.  En relación a ello, la educación misma y los fines de la educación a los que hemos aludido y por los cuales se específica la actividad educativa en cuanto educativa en su sentido auténticamente humana, no pueden ser determinados sino por una sabiduría que integre tanto el λόγος auténtico como el amor que este espira y que sea capaz de librarse de la necedad imperante de nuestro tiempo que se ha constituido en causa más profunda de la emergencia educativa y de la crisis de la razón moderna.

Tomando estas ideas podemos decir que el prejuicio anti-metafísico impide el oficio del sabio y difunde una herida en el corazón de las personas que entorpece e inhabilita para juzgar la realidad de modo unitario y global. De modo que la rehabilitación de la sabiduría que exige nuestra época requiere la rehabilitación de la metafísica y la superación de aquella necedad que ha clausurado las facultades a sus objetos y ha hecho incapaces a los discursos para juzgar el mundo.

Dado que la enseñanza "docere" y el estudio son oficios del "sabio" que consisten en "contemplar" y en "entregar lo contemplado", el primer oficio de quien estudia y de quien enseña debe de ser promover cada día más en su personalidad el "paso" de la necedad a la sabiduría y promover el mismo "paso" en las personas a las que eventualmente pretende entregar lo contemplado. Esta lucha contra la necedad, ciertamente encuentra su primer lugar en el propio corazón y en la propia razón.

Sin embargo la necedad, así descrita, es una enfermedad que requiere de un don para ser vencida. Santo Tomás refiere al don del Espíritu Santo que es la sabiduría. Siguiendo su misma estructura podemos decir que en otro nivel, no en el estrictamente interior sino en el exterior y comunitario, el don de la sabiduría que se da contra la necedad, es el don mismo de la Palabra, del λόγος que se dirige al corazón para sanarlo y a la razón para habilitarla. De este modo se cumple su misma sentencia que dice: toda verdad que ha sido dicha ha sido dicha por el Espíritu Santo, en cuanto a que el Espíritu Santo actúa interna y externamente oponiendo el λόγος a la necedad y suscitando el amor profundo que de él se deriva. En este sentido, podemos decir que el λόγος donado por el Espíritu Santo, que habilita la razón y sana el corazón capacita para el encuentro con el ser, con la realidad, en donde el mismo ser aparece también bajo la estructura misma del don. Es, entonces, la verdad misma tanto el don que puede vencer la necedad como su objetivo, verdad que no aparece como posesión sin más, sino como relación viva y llena de sentido.

En este sentido nos enfrentamos al gran desafío de la emergencia educativa. Los profesores universitarios, ante todo han de ser testigos del λόγος que suscita el amor. Han de ser promotores del encuentro auténtico con el ser y con la realidad, un encuentro que requiere del don de la Palabra, entregado por quien educa a quien es educado como remedio contra la necedad e incentivo no sólo para su entendimiento sino sobre todo para su corazón. El profesor que se hace testigo del λόγος se vuelve promotor de la verdad y promotor del estado de virtud que de ella se deriva por cuanto esta se desarrolla en la vida conforme al λόγος, con la certeza metafísica de que el alumno no sólo es capaz de la verdad y del bien conforme a ella, sino que en realidad la necesita, la anhela y aspira a ella aunque su corazón y su sentido de juicio pudiera estar oscurecido. Pero este servicio de sabiduría no puede ser sólo un servicio intelectual por cuanto el mismo λόγος que desentraña la verdad auténtica sobre el hombre y sobre su dignidad es la forma de la transformación en que consiste la promoción del estado de virtud que se vuelve atractivo no cuando aparece en forma de discurso sino cuando se presenta con toda su riqueza vital en el testimonio del maestro. Algo semejante señalaba el Papa Benedicto XVI a los profesores universitarios cuando les decía: Los profesores universitarios, en particular, están llamados a encarnar la virtud de la caridad intelectual, redescubriendo su vocación primordial a formar a las generaciones futuras, no sólo con la enseñanza, sino también con el testimonio profético de su vida.[3] 

En este sentido, el desafío de la formación permanente de los enseñantes que exige renovar el rigor y la profundización intelectual como principio de credibilidad, según lo señala el documento “Educar hoy y mañana una pasión que se renueva” de la CEC[4] no es suficiente sin la conformación y transformación de los mismos enseñantes según aquella verdad que con rigor y profundización intelectual buscan servir. La formación permanente no puede entenderse solamente en el ámbito intelectual y hay que recordar que esta formación sigue teniendo la misma finalidad en el enseñante que la que tiene la educación misma, en los alumnos a los que pretende servir una comunidad educativa: la promoción del estado de virtud en todos los aspectos de la persona según su sentido unitario e integral. Esta formación continua e integral que se realiza en la persona puede ser tomada análogamente en relación a la comunidad humana en el servicio a la cultura. Formación que surge del don de la sabiduría y que pretende la promoción de un nuevo  estado de cosas conforme a ella. Esto mismo señalaba Benedicto XVI con las siguientes palabras:

La sociedad necesita con urgencia el servicio a la sabiduría que la comunidad universitaria proporciona. Este servicio se extiende también a los aspectos prácticos de orientar la investigación y la actividad a la promoción de la dignidad humana y a la ardua tarea de construir la civilización del amor.[5]

Es preciso, por tanto, pasar de la contemplación al servicio primero en el ministerio mismo de la enseñanza que se da siempre en el encuentro personal y en consecuencia a este primer servicio realizar su extensión natural al ámbito de lo propiamente comunitario y de la cultura que requiere también del don de la palabra razonable para poder producir frutos auténticamente culturales.

Esta reflexión nos conduce a la palabra divina que se nos ha dado como don y que se ha encarnado en Jesucristo como a su mismo desenlace e inspiración inicial: al mismo λόγος que ha dado origen y consistencia al ser y del que participa la inteligencia del hombre, al mismo λόγος que es fuente de la sabiduría más alta y del amor que de ella se deriva. A esta misma palabra y a esta sabiduría se pone al servicio la universidad católica y la educación católica. Pero este esfuerzo propiamente evangélico, no debemos entenderlo como aislado del primero.

Sólo quien ha sido testigo de la búsqueda profunda del λόγος, de la ardua tarea de la promoción de la verdad sobre el hombre, sobre el mundo y sobre la realidad puede ser un auténtico testigo del λόγος encarnado que responde profundamente a los interrogantes de quien ha recorrido el camino humano con verdadera humanidad. Y esto no sólo aplica para la persona que se dedica a la búsqueda científica sino para cualquiera que aspira a la verdad  en condiciones de recibir el don de la sabiduría y salir de la necedad a la que hemos señalado. Grandes testigos fueron Pedro, Andrés, Santiago y Juan, hombres que buscaban al mesías y pudieron dar razón de su esperanza al haberlo encontrado. El encuentro con Cristo es, entonces, el impulso educativo más significativo, por cuanto él es el camino la verdad y la vida: El corazón de la educación católica es siempre la persona de Jesucristo. Todo lo que sucede en la escuela católica y en la universidad católica debería conducir al encuentro del Cristo vivo.[6]

Como camino, no significa que el encuentro por sí mismo realice los ideales de la educación católica, sino que estos ideales se desprenden de este mismo encuentro. Si en un ámbito general hemos dicho que a finalidad de la educación es la promoción del estado de virtud conforme al λόγος de la verdad, en el orden de la gracia y de la fe encontramos la elevación y perfección de este mismo dinamismo, la educación católica es la promoción del estado de virtud conforme al orden del Verbo encarnado, conforme a la verdad plena del hombre que Cristo revela y a la que Cristo eleva. La educación católica es “crecer en todo hasta alcanzar la plenitud de la madurez de Cristo”. Alcanzar su estatura. Y precisamente en esto consiste no sólo la misión profética que la Iglesia realiza en su ministerio de la enseñanza sino también el necesario camino del profeta también para nuestros días. Mostrar el rostro de Cristo, y su belleza sólo puede ser logrado por quien ha asumido ese rostro en la profundidad de su corazón, se ha dejado transformar por Él y actúa por el amor que de él se espira. Esta tarea tan delicada, la educación católica, siguiendo este razonamiento, alcanza su meta no siguiendo unos métodos o unos lineamientos, sino siendo fieles a la gracia de Dios que cristifica y hace presente el rostro de Dios en medio del mundo. En esta dirección concluyo, con unas palabras del mismo discurso de Benedicto XVI que he citado ya varias veces durante esta conferencia:

"si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable" (Discurso en la inauguración de la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano, 13 de mayo de 2007, n. 3: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de mayo de 2007, p. 9). El conocimiento no puede limitarse nunca al ámbito puramente intelectual; también incluye una renovada habilidad para ver las cosas sin prejuicios e ideas preconcebidas, y para poder "asombrarnos" también nosotros ante la realidad, cuya verdad puede descubrirse uniendo comprensión y amor. Sólo el Dios que tiene un rostro humano, revelado en Jesucristo, puede impedirnos limitar la realidad en el mismo momento en que exige niveles de comprensión siempre nuevos y más complejos. La Iglesia es consciente de su responsabilidad de dar esta contribución a la cultura contemporánea.[7]





[1] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios, 23 de Junio de 2007, p. 2.
[2] II, IIae, q. 46
[3] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios, 23 de Junio de 2007, p.3
[4] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar Hoy y mañana, una Pasión que se renueva-
[5] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios, 23 de Junio de 2007, p. 4
[6] CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA, Educar Hoy y mañana, una Pasión que se renueva, p.10
[7] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el encuentro europeo de profesores universitarios, 23 de Junio de 2007, p. 5