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viernes, 4 de abril de 2014

36. [Ph.] [S.Th.] La paradoja existencial y la metafísica de la Esperanza: una aproximación de Teología Fundamental


Planteamiento General
En la segunda cuestión de la prima pars, Santo Tomás, después de haber justificado su método en la primera cuestión, se dirige hacia su objeto de conocimiento: Dios. En él, de alguna manera se asume toda la realidad según se refiere a Dios. El esquema neoplatónico, cristiano ortodoxo, agustiniano, (Sciacca) del exitus reditus se postula como estructura general de la suma (Chenu), de tal manera que la realidad se estudia salida de Dios, ex Deus, como principio creador y dirigida a él como a su fin y plenitud, ad Deum.

"sacra doctrina non determinat de Deo et de creaturis ex aequo, sed de Deo principaliter, et de creaturis secundum quod referuntur ad Deum, ut ad principium vel finem." Iª q. 1 a. 3 ad 1

De esta manera, todo su itinerario intelectual y su búsqueda personal será un esfuerzo por conocer a Dios. Cuando conoce el mundo, conoce a Dios en sus efectos, en su obra. A través del cosmos asciende a Él por la vía racional analógica de la afirmación, negación y de la eminencia que consuma su carácter místico.

Cuando se conoce a sí mismo, se comprende "ex Deus". Dios es primeramente el origen radical y constitutivo de su ser concreto, tanto en su estabilidad ontológica en la esencia humana que realiza en cuanto participación ejemplar, como en su dinamismo vital en el "acto de ser" en cuanto a su participación existencial.

En el mismo esfuerzo intelectual se comprende "a sí mismo" en tensión de realización "ad Deum" como hacia un fin extrínseco, τέλος, a su dinamismo intrínseco vital, aunque surgiendo de él como una tensión existencial de plenitud en el orden de la realización.

Por este motivo la prima secundae, la moral general, la secunda secundae, la moral particular, y la tertia pars, el tratado del Verbo Encarnado, se pueden entender como la vía vital del reditus. Es decir, como el camino a través del cual el hombre creado para Dios, y en él todo el cosmos, "retorna" al Padre, principio sin principio y fin último de toda la creación.

Del mismo modo que el exitus no es un hecho necesario ni una emanación de la esencia de Dios, sino un acto de libertad por el que se difunde el Bien "en sí" "más allá de sí", el acceso de la criatura "capax Dei" a Dios, como auténtico retorno, no es una realidad necesaria ni exigida por la naturaleza creada ni por mérito alguno sino un don libre y sobreabundante, "ex Deus", más allá de lo que le ha sido dado al hombre en la creación.

Frente a este don, la criatura racional participa libremente en su determinación de aceptación o de rechazo en la vía del "retorno". Su participación libre lo introduce en el dinamismo mismo de la fuerza que sale de Dios, tanto cuando en su máxima Bondad "difusivum sui" le participa el ser,  como cuando atrae a todos hacía sí mismo como Fin: el amor.


Desiderium ad Reditus


El Ascenso Natural y el Descenso Sobrenatural
En la prima secundae se establecen los fundamentos generales del reditus, desde la perspectiva de las condiciones de posibilidad de la criatura en sí, es decir desde su naturaleza y dinamismo intrínseco de auto-perfeccionamiento, en relación al movimiento propio del reditus que no es inmanente a la criatura racional sino que es obra gratuita y directa de Dios en un orden de causalidad extrínseca a la naturaleza misma aunque suceda en el orden ontológico del modo más radical afectando el mismo ser subjetivo en su naturaleza más íntima.

En este sentido podemos considerar el ascenso natural como anhelo de realización del reditus que surge desde la esencia humana en su dinamismo existencial y que es alcanzado por el anhelo divino de llevarlo a término a través del descenso sobrenatural de la gracia según la siguiente forma: del λόγος del hombre se espira un amor ascendente, deseo, ἔρος de plenitud e infinitud, que puede ser alcanzado por el descenso divino que constituye la vía consumativa y unitiva del reditus desde el λόγος  του θεοῦ, la Palabra de Dios, proclamada y encarnada, como amor descendente y condescendiente, que es movido por un Amor Fundante, que no brota de la imperfección sino que es espirado en la plenitud desde la Eternidad, y que se realiza en el "reditus" a modo de un deseo de hacer participar la Vida misma de Condición Divina, en plenitud, y sin más finalidad que hacer y dar el Bien Sumo, de darse "a sí mismo" como un movimiento de donación perfecta, de benevolentia, caritas, ἀγαπῇ. Consideraremos primero la estructura del ascenso natural desde una perspectiva metafísica y existencial.

Bonum: el deseo del Sumo Bien
La vida humana es en general tensión hacia la bienaventuranza a la que se aspira en el movimiento de los actos humanos que expresan a la persona y desarrollan su personalidad. En el conocimiento de sí, que se manifiesta para sí como proyecto a determinarse, el hombre se enfrenta con la problemática de su existencia.

Tal existencia en tensión hacia la bienaventuranza lo confronta con una limitación estructural. Por un lado en razón de su espiritualidad tiende hacia el bien en sí, más allá de cualquier concreción de bondad. Sin embargo su elección es siempre en el bien realizado in aliquid. Pero el bien así, no satisface su aspiración al no agotar ni la noción de bien ni la capacidad de bien  que hay en el hombre "en sí mismo" y que se manifiesta "para sí" en el movimiento de su espíritu.

El anhelo es infinito, tiene la medida del "ser sin limitación". La dinámica del anhelo impulsa el amor fundamental que mueve a la búsqueda que parecería estar destinada a vislumbrar el objeto de su quietud pero jamás a poseerlo, tanto en su aspecto objetivo del Ser Subsistente y Eterno como fin, como en su aspecto subjetivo relacional, de bienaventuranza, felicidad, que en la existencia temporal no sólo está condicionada por la tensión entre bien temporal y bien eterno sino también por la amenaza de la propia muerte y  disolución.

Verum: el deseo de la Verdad Plena
La inteligencia en la conciencia reflexiva de sí, tiene la misma nota. Es aspiración a la verdad y no a unas cuantas verdades, es decir que es apertura general al ser, o bien que dada su condición espiritual de ser "quodammodo omnia" "de algún modo todo"  posee una potencia formal ilimitada en el orden del conocer. Su existencia está bajo la nota del "omnia" que no sólo significa la medida del ser actual en cuanto existente sino mucho más, también implica la medida del ser posible en cuanto a su potencialidad.

El espíritu lo abarca todo, y lo es todo, aunque circunstancialmente experimente su limitación en los distintos "quid" en las verdades particulares. Pero esta limitación también es un hecho de ascensión metafísica incluso desde la misma "conciencia de sí" en su duración y contingencia. Y en este sentido no sólo es posibilidad de "omnia" "todo" sino que de alguna manera está por encima de aquellos "quid" "cosas" en tiempo y en lugar porque su existencia aunque en razón de su unidad intrínseca con el cuerpo esté limitada al "hic et nunc" se eleva por encima de la temporalidad y de la mundanidad en el horizonte del ser. 

Aquí surge una paradoja, el espíritu aspira a todo, pero nada de lo que se le ofrece en la experiencia inmediata lo puede saciar.  Sin embargo, la experiencia inmediato no agota la altura del espíritu que puede ascender desde la paradoja anunciada hasta el auténtico todo, el ser subsistente. Es decir, en la finitud estructural del yo expresada en el término "Dasein" (Heidegger) lejos de haber un anuncio de la nada, hay un presagio del todo, del Ser Eterno como único horizonte relacional de sentido para la aspiración de la totalidad amenazada por la nada en la existencia personal humana.

De modo que la apertura total, que es tanto movimiento como potencia y que subsiste en un ser limitado y contingente como el hombre, aparece a la conciencia de muchos como una "herida en sí", una desproporción radical que le condena sin posibilidad natural de superación, al anhelo infinito que subsiste en su finitud sedienta de absoluto y permanencia.

Así, el mismo hombre junto con el reconocimiento de la altura de su espíritu en la apertura total reconoce también que el acceso al ser se da en la concreción de la finitud y a través de verdades que para sí son parciales, contextuales y limitadas o en la relación con bienes particulares e insuficientes.

Y estos datos no expresan toda la intensidad de la paradoja, esta se da bajo una nota más: su misma existencia medida por la duración en la finitud de lo temporal, y experimentada con gran fragilidad lo sitúa no sólo en el horizonte del Eterno, por su espíritu, sino también en el horizonte de su muerte, por su cuerpo, como una amenaza existencial a su anhelo de infinitud.

Así, la aspiración de infinitud, hacia el Ser en sí, sin limitación, hacia el Ser Eterno, parecería inalcanzable en las condiciones existenciales,  “in vitam istam” y por lo tanto aparecería siempre como nostalgia de un fin que aunque radicado en la condición intrínseca e inmanente del hombre "en sí" como anhelo, y manifiesto en la tensión subjetiva "para sí", sería estructuralmente irrealizable.

Es decir, el anhelo del hombre "en sí" , como el deseo más profundo "para si" es un anhelo de divinidad, más aún de divinización y sin embargo, por su esencia, aunque el hombre anhela a Dios, no es Dios, y Dios está en cuanto a su plenitud de perfección absoluta, absolutamente por encima de sus posibilidades naturales. En el hombre habría , entonces, un desiderium vivo, a modo de amor y tensión radical que informaría toda su vida, pero tal desiderium lo arrojaría hacia un Bien "desproporcionado a sus mismas fuerzas", que por sí mismo sólo podría desear pero jamás alcanzar: la divinización, la comunión amorosa con la vida divina, la inmortalidad.

La Paradoja existencial y las Vías en su horizonte
Esta discordancia, dadas tanto las mismas condiciones finitas en sí, como la conciencia de la aspiración de infinitud, puede ser asumida en la lógica del sentido vital en distintas perspectivas, como la de una resignación nihilista, de desesperanza o de esperanza razonable con el cristianismo.

La desesperanza radical sería la opción tanto por la "nada de sí", como desde la "nada en sí", como "en la nada para sí", y el absurdo como único "sentido" global sería la única respuesta lógica a la controversia (Sartre). La opción final sería declarar la primacía de la nada sobre el ser (opción por la "nada de sí"), desde la experiencia fenomenológica del ser inmanente como tendiente a su disolución (desde la "nada en sí") y en una existencia que se asume "para sí" desde la perspectiva del vacío y en lo definitivo de la disolución del yo (nada "para si").

Es decir, sería la opción fundamental de la desesperanza existencial. El objeto de la esperanza es el "bien futuro, arduo, y asequible". En este caso la desesperanza radical se fundaría en el reconocimiento de que el "anhelo de infinito" (que incluye la permanencia en el ser) como bien futuro sería absolutamente "inasequible". Esta "inasequibilidad" absoluta solamente se puede afirmar, afirmando dos cosas, por un lado, la inexistencia del "absoluto", es decir a través de una afirmación positiva y teórica de la inexistencia de Dios y por otro lado la "inexistencia" del alma o bien su corruptibilidad. Así para afirmar una ontología fundamental de "desesperanza" existencial, es necesario "diluir" el ser, tanto el ser inmanente como el ser transubjetivo, a la "nada",   y desde esta disolución se negaría el fundamento último del "ser en sí" que es el "Ser Necesario y Eterno". Anulando el dato del "ser contingente" o bien del "ser finito", se anula también la necesidad de afirmar su fundamento en la "Causa Incausada".

A la ontología de la nada y su correspondiente desesperanza existencial  hay que decir que es verdad que la experiencia del ser, es experiencia del ser finito y contingente, amenazado por la inexistencia, pero aunque sea finito y contingente "es" y el dato de su "ser" es sumamente relevante desde el punto de vista racional, mucho más relevante que el énfasis de su indigencia.

Es evidente que la contingencia no es la nada, aunque tampoco sea el ser absoluto y necesario. Así, quien renuncia a la aspiración de "infinitud" afirmando positiva y teóricamente el Ateísmo, no hace una opción racional en sentido estricto, porque su opción no responde a la exigencia de sentido de la experiencia del ser y del ser finito en su causalidad, sino que hace una opción voluntaria. Así, el ateísmo es una elección que vacía la pregunta sobre el sentido del ser, primero en el nivel racional para explicar la razón del "ser finito" y del "ente contingente" y segundo en el nivel antropológico al anular el "dato" de la tensión que mueve a encontrar la ardua superación de las objeciones que la misma fragilidad humana con todo y sus aspiraciones y la contingencia del ente plantean y por tanto de la subsistencia del alma.

Se trata, entonces, de una afirmación del aspecto limitado de la contingencia, que excluye el aspecto positivo que implica afirmar tanto la contingencia "en sí" como el "ser" que hay "ahí" que precisamente por ser "finito" y no ser el "ser" esconde la síntesis de la paradoja. Este reduccionismo existencial a la contingencia deviene en su manifestación más endeble: la materia. Así, sería necesario reducir la dimensión "espiritual" de la experiencia y del ser humano en su esencia, a la materia, que inmediatamente y empíricamente es frágil, mudable.

El hombre, reducida a ella, no podría justificar la subsistencia personal. Así se consumaría desde una ontología reduccionista y voluntariamente reductiva una justificación ontológica a la desesperanza radical. Pero este proceder no es racionalmente íntegro, pues no integra todos los datos del problema sino sólo una parte y a muchos otros ni siquiera los considera porque metodológicamente se ha clausurado a ellos, lo que consiste en una auto-limitante no sólo en la posibilidad de dar respuesta a la paradoja sino de su mismo planteamiento. Por eso es que en un cierto punto la misma vía para unos lleva a la nada (Sartre) y para otros lleva al Todo (Stein). Mientras que unos ven la inmediatez de la disolución otros ven la sensatez de la permanencia. Y aquí hay que afirmar con fuerza que si hay un asunto que no se deba resolver en la "voluntad", sino que, exige un λόγος es precisamente la existencia misma. Tanto la permanencia del espíritu como su necesaria vinculación con Dios, no son primeramente cuestiones que se resuelvan en los afectos, sino que como cuestiones, se han de resolver en los mismos datos de la experiencia humana cognoscible por la recta razón.

Esta resignación de la paradójica tensión existencial ha tomado otras formas teóricas y prácticas y no sólo la nihilista expuesta. También ha llegado a asumir la misma paradoja como condición existencial pero sin pretender comprenderla, renunciando a su hermenéutica profunda por considerarla inaccesible (Kant). En esta opción no se trata de negar ni la incorruptibilidad del alma, ni su relación con el Ser eterno simplemente de permanecer en silencio. Ni se niega ni se afirma. Se suspende el juicio. Se considera como válido sólo el dato de la paradoja tal cual está en la conciencia pero su lectura más profunda se considera críticamente imposible. Y en esta postura diríamos que se sitúa la mayor parte de las personas que peregrinan en nuestro tiempo, no sólo los abiertamente a-religiosos sino también muchos creyentes que consideran que la existencia de Dios y la inmortalidad del alma son datos que hay que creer sin justificación racional. Los primeros no son propiamente ateos, sino que reconociendo la tensión constitutiva y la sed de infinito que los asecha, al mismo tiempo se consideran incapaces de resolverla, de ensanchar la razón que pide la "anchura del ser".  Esta es la tensión del agnóstico. Los segundos son creyentes, pero que profesan una fe desvinculada de la razón. Esta fe desvinculada de la razón también crea su propia tensión por cuanto que la fe si quiere ser humana ha de ser razonable y sólo así podrá responder integralmente al sentido del ser y de la existencia humana. Esta es la tensión del fideista.

Por lo tanto una esperanza razonable, de alcanzar la realización plena del hombre en su aspiración infinita como bien futuro y arduo, debe de pensar sobre todo en su asequibilidad. La esperanza tendría que plantearse, desde la misma búsqueda, no sólo en el discurso sino en la existencia misma con su dinámica apetitiva y desde las posibilidades que ella misma ofrece para tal superación. La paradoja podría ser planteada en términos del ἔρος vital que eleva el λόγος hacia lo Eterno y Subsistente. Es decir, se podría establecer la razonabilidad de esperar en la subsistencia personal un estado de plenitud y bienaventuranza en relación al Bien Eterno, a Dios mismo. Dicho de otro modo, el dato que subsiste a la ascensión platónica es un dato en sí mismo relevante. Sin embargo, esta esperanza que podría tener una cierta certeza racional no resolvería en sentido estricto la tensión de modo integral, pues aunque a través de ella se mostraría una cierta subsistencia con relativa plenitud no justificaría la realización personal en su máxima aspiración de comunión con Dios y de infinitud: la divinización.

La vía del corazón
Al plantear la paradoja existencial en términos de búsqueda y de discurso, hay que considerar ante todo el dinamismo del corazón que la fundamenta, dinamismo que aparece junto con la tensión de la contingencia. En la dinámica del corazón se pueden integrar tanto los datos racionales como la misma tensión existencial. Así, la apertura del λόγος no sólo a las verdades parciales y a la Prima Veritas, sino en su sentido religioso más profundo que asciende desde su experiencia concreta a los principios unificadores e integradores que posibilitan la fe (Pascal), podría integrar la elevación de la actitud fundamental discursiva frente al "ser en sí" con la intuición que puede mirar tanto al "ser en sí" (Bergson) como al "Bien en sí". Esta integración lograría una mirada más profunda del problema sobre todo en relación al "Bien en sí" desde la tensión entre voluntad volente y voluntad querida (Blondel) como aspiración a la infinitud. En todos estos casos, que son vías del corazón, la esperanza razonable, sería esperanza de sentido, en el λόγος como acceso a la finalidad,  al  τέλος, identificada como origen radical del Ser y fundamento último, y, por lo tanto, sería esperanza del Reditus.

Independientemente de los intentos de superación o de las actitudes posibles frente a la paradoja existencial, lo significativo es la coincidencia en el reconocimiento de la desproporción entre las posibilidades inmanentes de desarrollo existencial y necesidad vital última. La presencia estructural de una determinación hacia el bien en sí en general, "voluntas ut naturam" (Agustín), la aspiración general a la bienaventuranza (Aristóteles) y la limitación de la elección en la concreción de bienes finitos en razón de las formalidades que aporten a la persona volente en su relación tendencial, "voluntas ut ratio", son las condiciones de la libertad que en el reditus se constituyen como un auténtico principio formal.

La "vida virtuosa" se presenta aún como tensión, pues aunque es disposición al "bien en sí" es ella misma un bien realizado "in personam finitam", que no agota la noción de bien ni satisface la aspiración aunque asemeje a ella y se realice en concreto como un "signo" de su aspiración". No obstante es superior a cualquier otra elección en razón de su relación con el "Bien en sí", pero no es "por sí" y "en sí" la bienaventuranza. Tal relación constitutiva trasciende la inmanencia en su perspectiva fundante por su necesaria vinculación con el Bien Trascendente y modificante de la personalidad, pero no alcanza el nivel transformante de la aspiración de infinitud.

La estructura misma de la acción, por su disconformidad constitutiva entre "volonté voulante" y "volonté voulue" es "en sí" y "para sí" una apertura, una tensión y una necesidad hacia la trascendencia (Blondel) que en el esquema de Tomás son las condiciones del reditus y aunque aparezca en la inmanencia como en Blondel reclama siempre la trascendencia tanto en su origen como en su dinamismo y realización. El reditus puede integrar tanto la forma de la voluntad en sus exigencias de concreción como en sus exigencias de universalidad-infinitud del "bien en sí" cuando la relación con el "bien en sí" sea la relación con uno que es Él mismo la "Bondad en sí", y tal relación sea, en razón de su completud estructural, unión o comunión transformante como condición de la bienaventuranza.

La estructura trina del corazón y de la acción

Planteamiento específico
Este dinamismo no sólo es obra de Dios en cuanto creador y se comprende "ex Deo" sino que es también el espacio prioritario de su acción. Es decir, es un espacio de concurso en donde se despliega la providencia como movimiento de la criatura que ha salido de Dios hacia su fin que es él mismo. Al mismo tiempo al ser "opus creationis" es expresión de su Ser, del Ser Eterno, es un reflejo de su propia perfección aunque bajo la sombra de la semejanza creatural. Dicho de otro modo, esta tensión existencial que aparece en el corazón del hombre "muestra" algo de Dios, pertenece al ámbito de la "revelatio generalis"

En referencia al concurso divino en el ascenso natural del hombre hacia Dios, debemos decir que éste se sustenta constitutivamente en el "ser del hombre" tal cual lo recibe de Dios, "in esse". Es decir, la vía inmanente es inmanente porque ha sido y es primeramente "trascendente en el ser" y en el "ser así", que emanan del Ser Necesario, o mejor dicho porque no es "ab se". La vía inamenentista que comprendiera el orden natural "en sí mismo" como auto fundándose referenciándose "en sí" y "desde si" se presentaría esencialmente cerrada y auto-suficiente, "dato" que de hecho no sucede ni en la experiencia del ente contingente ni en la experiencia fenomenológica de la propia existencia, de tal modo que ni daría razón, ni sentido, de su propia inmanencia que es "en sí" radicalmente contingente, "ex nihilo", ni tampoco de su radical aspiración a la trascendencia.

Así, la "herida del absoluto" que el hombre descubre en su interior, en su subjetividad inmanente se funda en un principio trascendente y originario, en la acción de Dios en el hombre mismo, en una subjetividad trascendente. Por lo tanto se ha de interpretar, desde el punto de vista de Tomás, como un dinamismo inmanente que tiene su fuente en Dios, en la presencia de su imagen en el ser-hombre y en la participación de sus perfecciones. Es decir, la naturaleza humana misma, en cuanto a creada por Dios, es una expresión de la voluntad de Dios para el hombre, de sus designios y en ellos una dirección-ordenamiento de sus posibilidades. Es el espacio de unidad de parte de Dios de su acción creadora con su acción providente-gobernadora, y de parte del hombre de su ser con su obrar.

Así, en el movimiento intrínseco de la acción, la tensión o tendencia hacia el bien en general que no se satisface jamás con los bienes particulares es un impulso teleológico que está presente en todos los hombres como ordo "ab causa" "ad finem" que dirige la acción naturalmente hacia el bien y lo impulsa siempre hacia el Bien-Eterno (Dios mismo) y de este modo, tal dinamismo vital que está en la fuente de la paradoja existencial representa algo de Dios mismo:  "repraesentat spiritum sanctum, inquantum est amor, quia ordo effectus ad aliquid alterum est ex voluntate creantis" Iª q. 45 a. 7 co.

Esta inclinación, que sustenta la tensión existencial, para ser liberada de su ausencia de sentido, se ha de mover en dos ejes: el eje del sentido, del λόγος, y el eje de la subjetividad, de la libertad dinámica en la fuerza apetitiva del amor. Ambos están vinculados intrínsecamente y se refieren el uno al otro para su mutua comprensión.

El eje del sentido, del λόγος, de la razón, se funda en la verdad y se dirige a la verdad, principalmente del hombre, de la persona humana, de su ser y de su vocación pero incluyendo también a todo el cosmos: "ex veritate", "in veritatem", y finalmente "ad veritatem" como espacio de realización existencial.

En este sentido se vincula el horizonte de la verdad con el horizonte de la libertad: el bien auténtico, que promueve la realización "simpliciter" del hombre en el ejercicio subjetivo de su libertad, que se eleva desde los bienes "secundum quid" hacia el horizonte trascendente para ser realizado exige su conocimiento formal en cuanto "fin".

De modo que el acto libre exige su unidad, y es unitario en el sentido más profundo del término: desde la unidad subjetiva de la persona en el orden del ser, "ab unitate personae", (esse simpliciter), en la unidad subjetiva de la persona que conoce y decide en su dinamismo espiritual,  "in unitatem personae", (via interior) y hacia la unidad de la persona en su realización absoluta, "ad unitatem personae" (bonum simpliciter).

Así, se puede decir tanto que el λόγος de la acción precede a la acción, como que el mismo acto de la inteligencia es ordenado o dirigido por la voluntad como fuente amorosa y de deseo. Aun así, y precisamente por esta unidad que se da tanto en el ser accipiendi, como en el ser accipiens y entrambos, en el horizonte personal de la acción, la voluntad no da el contenido del acto de la inteligencia, el verbum, sino que lo sigue "sub ratione finis" y en este seguimiento, que se da bajo el orden natural del ente, en cierto sentido, es poseído y atraído por él, es decir, por el verbo de Verdad, por la razón del acto que suscita el amor.

Este es el sentido de la búsqueda de la Verdad intrínseca a la decisión por el Bien, y al mismo tiempo es el reconocimiento de una "norma" que aparece en la consideración tanto del ser que precede el actuar (natura humana) como del proyecto en él implícito. Es decir, el ser del hombre en su consideración originaria (ab Deo) y final (ad Deum) tiene "en sí" la ley moral como una realidad que lo trasciende y que es extrínseca a su capacidad de determinarse aunque aparezca en su interior. Es la medida de su ser, de lo que le conviene-corresponde, y de lo que lo corrompe-degrada. Tal ley aparece a su interioridad "para sí" por que se descubre en el "en sí" de su propia humanidad como algo que no se da a sí mismo en un sentido fundante y en esto se puede reconocer un orden absoluto inmanente a la creación, la ley eterna, que es como la sombra de Dios en el cosmos por cuanto aunque está ahí, es remota.

El seguir este orden de la acción, en la ley, es el horizonte inmediato y final de toda la moralidad humana. La relación con la "norma moral" que aparece "próximamente" en la dinámica racional como "verdad práctica" es la esencia del problema moral, independientemente de sus problemas y circunstancias concretas. En ese sentido, la "verdad" que sustenta unitariamente el acto en cuanto portadora de sentido, ya no es, entonces, una posesión en el sentido de la dinámica del ἔρος como algo que sólo se aparece "para si" en la interioridad, sino que cuando a este orden se le adhiere la voluntad y se realiza, en obediencia, se anuncia tanto el reconocimiento de la prioridad de la trascendencia sobre la inmanencia, no sólo en el orden ontológico sino también en el horizonte de la realización personal ética, como la elevación del amor como deseo de posesión, ἔρος, a amor como deseo de ser poseído por la verdad, es decir como amor de donación, en donde la prioridad del Absoluto recibe el obsequio, la donación, de la voluntad que reconoce en un  principio "extrínseco", el criterio de su propia plenitud.

La posibilidad de verdad es la condición de la realización del bien, mientras que la misma verdad en su razón de bien, fin y perfección exige realizarse (deber). Así, la naturaleza humana en cuanto "dada" es norma (regula morum) en un triple sentido: 1. En cuanto a que contiene en sí, el proyecto de su perfección última. "Ex Veritate". 2. En cuanto a que es capaz de descubrir "en sí", "para sí", la ley eterna. "In veritatem" 3. En cuanto a que esta orientada e inclinada hacia su fin en una perspectiva de libertad dinámica. "Ad veritatem". En los tres niveles se aprecia la acción del gobierno divino aunque en diferentes maneras. En el primero, es claro que la misma naturaleza humana según su "esse simpliciter" se realiza según la medida del proyecto divino para el hombre y como tal Dios se hace no sólo un legislador extrínseco sino que en su crear es Él mismo, intrínsecamente, legislador. Es por eso que el ser humano, para sí mismo, se vuelve norma, "ex-veritate", desde la verdad de su propio ser, es decir, desde su dignidad ontológica. En el segundo nivel, se aprecia la acción de Dios de un modo especial. Él no sólo ha legislado en el ser según su medida, sino que a la creatura racional le ha dado al capacidad para conocer su ley para que se determine frente a ella, y en ella frente a Él. En este sentido, el reconocimiento de la ley en la conciencia moral se constituye como un dato imperativo, sin implicar necesidad, como una invitación a la obediencia voluntaria.

En relación a la posibilidad de verdad, aunque son conocidas algunas diferencias en las aproximaciones a este problema en el pensamiento de Santo Tomás y en el de Agustín, en realidad sus propuestas son mas armónicas de lo que podría parecer. Para Agustín Dios no sólo es la Verdad sino también la Luz, por la que se conoce la verdad, y en ello algunos han defendido la trascendencia absoluta del acto iluminativo en el sentido de que es el mismo Dios el que directa e inmediatamente descubre la Verdad al hombre, el "Maestro Interior" incluyendo la ley natural. Podríamos decir que se trata de una iluminación eficiente.

Por otro lado Santo Tomás, discípulo de San Agustín, afirma también que es Dios mismo tanto la Luz por la que se conoce la verdad como la Verdad y al hacerlo delimita el ámbito específico de la acción de Dios en este proceso que se podría señalar como una iluminación fundante. Dios dando parte de su luz a cada hombre, sin agotarse ni degradarse él mismo, sino más bien por la abundancia de su bondad infinita es el maestro interior y como tal es la causa de la verdad no sólo en el sentido metafísico sino en el mismísimo hecho de conciencia en cuanto a posibilidad de verdad. Por lo tanto el acto iluminativo tiene su fuente y su origen en Dios única luz, aunque su desarrollo eficiente sea inmanente a la naturaleza humana, a la luz natural de la razón participación de la luz divina.

El Padre de la Iglesia y el Doctor Angélico concuerdan en el reconocimiento de que en el dinamismo intrínseco de la causalidad eficiente de la verdad en el hombre concurre Dios, ya que el mismo acto iluminativo es una participación de su inteligencia, que aunque se refiere inmediatamente a la propia naturaleza en el caso de Tomás, tiene su fuente y eficacia en Dios. El hombre en su potencia para descubrir la verdad, se reconoce sujeto a un orden que no es sólo lógico sino que es esencialmente tendencial: en la verdad sobre sus actos y su ser reconoce la presencia de la  norma moral que brota "para sí" desde su propio ser.

En el tercer nivel, la acción divina a la que nos hemos referido, se entiende como causa final desde el punto de vista de Dios como Plenitud del ser, y como tendencia amorosa al bien desde el punto de vista del sujeto humano. Y aquí podríamos decir lo mismo que hemos dicho respecto al segundo nivel. En primer lugar el amor que mueve al hombre hacía Dios es Dios mismo que mueve a la creatura hacia sí. Dios no sólo es el Bien sino el Amor-increado que sigue al Bien-increado. Por lo tanto, él es el amor fundante en el hombre, o dicho de otro modo, la capacidad humana de amor no es otra cosa que la participación en el amor de Dios a sí mismo. De esta tendencia originaria surge toda la dinámica vital humana, sosteniéndose en el amor de Dios que es causa de su ser, en el amor a Dios que es la fuente del amor humano y en el amor en Dios que es su descanso y Bienaventuranza.

La naturaleza humana se encuentra fundada en el λόγος divino, no sólo como causa ejemplar sino también en su relación con el ser que lo individualiza y en el que se realiza tal naturaleza, y en el amor que surge de la misma. Dios da el ser, según una medida, y en tal medida un "ordo ad finem" en el que aparece también su impronta como causa final.

De este modo el vestigio trinitario en la persona humana del que se explica su estructura metafísica en su esencia que sigue al Verbo λόγος, en su ser que sigue al Ser "Principio-sin-principio" y en su ordo "amor-ad-finem" que sigue al Amor Increado, no es sólo su constitución y condición metafísica específica sino que es el camino de su misma humanidad, su vía de ascensión metafísica. Esta doctrina, tomada de "De Trinitate" por Santo Tomás es esencial al pensamiento de Santo Tomás, aunque muchas veces no se le haya dado la importancia que merece. Veamos el texto fundamental:

Todo efecto representa algo de su causa, aunque de diversa manera. Pues algún efecto representa sólo la causalidad de la causa y no su forma. Ejemplo: El humo al fuego. Tal representación se llama representación del vestigio; pues el vestigio evoca el paso de algo transeúnte, sin especificar cuál es. Por otra parte, otro efecto representa a la causa en cuanto a la semejanza de su forma. Ejemplo: Un fuego a otro fuego; a Mercurio, su estatua. Esta es la representación de la imagen.

Las procesiones de las personas divinas se conciben como actos del entendimiento, tal como hemos dicho anteriormente (q.27). Pues el Hijo procede como Palabra del entendimiento, y el Espíritu Santo como Amor de la voluntad. Así, pues, en las criaturas racionales, con entendimiento y voluntad, se encuentra la representación de la Trinidad a modo de imagen, en cuanto que se encuentra en ellas la palabra concebida y el amor.

Pero en todas las criaturas se encuentra la representación de la Trinidad a modo de vestigio, en cuanto que en cada una de ellas hay algo que es necesario reducir a las personas divinas como a su causa. Pues cada criatura subsiste en su ser y tiene la forma con la que está determinada en una especie y tiene alguna relación con algo. Así, pues, cada una de ellas es una sustancia creada que representa a su causa y su principio y, de este modo, evoca la persona del Padre, que es principio sin principio. En cuanto que tiene una forma y pertenece a una especie determinada, representa a la Palabra, tal como la forma de la obra artística procede de la concepción del artista. Y en cuanto que está ordenada, representa al Espíritu Santo, en cuanto que es Amor; porque la ordenación del efecto a algo procede de la voluntad del creador.

Por esto, Agustín en VI De Trin. dice que el vestigio de la Trinidad se encuentra en cada criatura en cuanto que cada una es algo, y en cuanto está formada en alguna especie y en cuanto que tiene un cierto orden. A esto mismo se reducen aquellos tres términos que menciona Sab 11,21: Número, peso, medida. Pues la medida se refiere al ser de la cosa limitada por sus principios. El número, a la especie. El peso al orden. También se reducen a esto los tres términos mencionados por Agustín: El modo, la especie, el orden. También lo que él dice en el libro Octoginta trium quaest. Aquello por lo que subsiste, por lo que se distingue, por lo que se relaciona. Pues algo subsiste por su sustancia, se distingue por su forma y se relaciona por el orden. Resulta fácil reducir a esto mismo todo aquello que se dice en este sentido.

Ahora bien, en la paradoja existencial de la que hemos partido en el planteamiento general lo que hemos descrito es precisamente el dinamismo propio de la imagen trinitaria en la persona humana. Es decir, el hombre al conocer, amar, y aspirar a la comunión con el Bien Eterno, expresa también en su interioridad estructural y espiritual, la realidad trinitaria. Ciertamente, en sentido analógico estableciendo semejanza, desemejanza y eminencia. Así como el Hijo procede del Padre como Verbo del entendimiento, y el Espíritu Santo como Amor de la voluntad, en el hombre se encuentra el verbo mental como objeto de la inteligencia y el amor que se sigue del verbo y de su relación con este. Esta huella divina en el hombre es tan profunda que es imborrable. Está arraigada "in se". Desde el punto de vista teológico se puede decir que puede ser oscurecida por la privación de la luz y de la comunión divina que aparece con el pecado pero jamás aniquilada. Más aún, esta constitución es la causa y el origen tanto del anhelo de infinito como de la tensión existencial más conmovedora.

Podemos decir que en sentido inverso, partiendo, ya no del anhelo existencial hacia Dios sino considerando a Dios mismo como fuente del anhelo del hombre, anhelo que radica en sí mismo en su constitución ontológica y antropológica más profunda, allí en el núcleo de su persona, en el encuentro entre Ser, Inteligencia y Voluntad, en aquel nivel profundo que llamamos "corazón" hay una "via ascensionis", que es no sólo un camino sino una invitación constante de Dios a que se retorne a él.

Por un lado el entendimiento que al reclamar la verdad se sitúa frente a la Verdad como única condición de posibilidad de todas las verdades y por otro lado la voluntad que indeterminada frente a los bienes que conoce busca el Sumo Bien, que es la Suma Verdad, amada y poseída eternamente. De este modo, tanto el hombre al ser capaz de verdad es capaz de la Verdad y por ello Capax Dei, en su misma actividad intelectual que es ya un movimiento hacia Él, como su amor por el bien que se enraíza en su finitud con sed de infinitud, es amor por el Bien que no se agota y por tanto es expresión de la grandeza de su vocación: la comunión con Dios, Sumo Bien y Suma Verdad.

La expresión que brota de la conciencia de Agustín, es, en cierto sentido, un trasfondo de la Metafísica de la persona en su constitución originaria y dinámica: Fecisti nos, Dómine, ad Te et inquietum est cor nostrum donec requiescat in Te. Esto sería equivalente a decir que la experiencia aparentemente psicológica de San Agustín es un camino universal que radica no en una subjetividad aislada sino en una subjetividad trascendental que ha tocado la profundidad del Ser Universal de la Persona Humana. Y esto es precisamente lo que Santo Tomás implica en su doctrina cuando expone la Esencia, la Potencia y la Operación del hombre que tiende hacia Dios y sólo descansa en él. Se trata por tanto de una realidad que es tanto una experiencia vital elemental desde el punto de vista del hecho de conciencia como una realidad que sigue al ser.

La complementariedad entre ambas visiones se da, entonces, de hecho. Santo Tomás privilegia el aspecto objetivo de la cuestión, mientras que San Agustín, por la via interior, le enseña al hombre los caminos inescrutables de la propia conciencia. Es ahí en donde la confianza de Agustín se expresa nuevamente en Tomás. La misma expresión clásica agustiniana "noli foras ire in te ipsum redi in interiore homine habitat veritas" como método, desafío e itinerario personal, (que da nombre a este blog) se reza en un nivel discursivo distinto en Santo Tomás al afirmar que la verdad es un hecho que sucede en la inteligencia, en su objeto interior, tan lleno de vida y de calidez personal, tanto cuando se trata de los hechos discursivos-lógicos como de los hechos contemplativos noeticos que llegan siempre al ser. Y esto se ratifica, a pesar de las críticas, en el hecho de que la vía de Tomás es un a vía integral, mística, racional y volitiva que culmina en la identificación, en la comunión y transformación por obra del Espíritu Santo con Dios.

El suspiro existencial por la eternidad del que hemos hablado, es tensión, movimiento y nostalgia de lo inalcanzable. El reconocimiento de la herida no significa la sanación y mucho menos cuando la salud en este caso, aunque aparece como algo necesario desde el interior es algo absolutamente trascendente y por lo tanto objetivamente extrínseco, (non sumus deus tuus; quaere super nos) aunque al mismo tiempo, se presente también como un dato subjetivamente intrínseco al "movimiento espiritual" pues mientras más infinito se presenta Dios, más se le necesita, y no sólo se le reconoce más interior que la misma interioridad sino que sólo así, en él como Palabra viva y Amor vivo, morando "en mí" y "para mí" se realiza la comunión anhelada.

Cuando la relación con la verdad y el bien se hace más personal, más aún, cuando se evidencia como un hecho auténticamente personal, es cuando surge la pregunta decisiva por Dios, la que prepara el corazón en el ascenso para le encuentro que hace sensata y razonable la esperanza. La verdad con sus exigencias se manifiesta obligatoria y al mismo tiempo irrealizable, y parece que la única posibilidad para el hombre es contemplarla sin seguirla ni alcanzarla. El absoluto se presenta como el único horizonte de realización existencial y como anhelo de comunión, pero con el signo de lo inasequible.

Cuando el movimiento espiritual de ascensión se hace más intenso y la plenitud de vida aparece para el hombre como inasequible ante la presencia de un anhelo insaciable y por lo tanto de un dolor inextinguible, es en este momento, cuando la Verdad se presenta en su fase más viva y dinámica, humana y divina, personal y comunitaria: La verdad eterna desciende, se revela. La verdad eterna se hace carne. Se manifiesta, se entrega al anhelo insaciable como "el camino" que alcanza el ascenso a través del descenso de la divinidad que encuentra a la persona que la busca en un momento concreto de su vida. Así, la Verdad lejos de ser un horizonte a alcanzar, se convierte definitivamente en un Persona no sólo alcanzable sino que nos alcanza a través de su amor descendiente -κένωσις- y condescendiente. La Verdad se muestra de un modo nuevo, no sólo como un anhelo y aspiración, sino como el esplendor de un encuentro con una Persona que habla, ama y pronuncia sentencia. No es el encuentro con una persona divina inaccesible y oscura, sino el encuentro con una persona concretísima, cercanísima: Jesucristo el Hijo de Dios.

Esta es la condición antropológica fundamental en el que se desarrolla el encuentro entre la "potentia obedentialis" y el "desiderium naturale videndi Deum", entre el buscar, el escuchar y el creer. Dicho de otro modo la vía de la inmanencia en sí misma no es suficiente para el reditus, sólo lo posibilita y en tal orden puede ser llamada principio, o como le he llamado en otra ocasión, "preámbulo" más no causa, ya que aunque la causa del reditus es la misma que la del exitus se da bajo condiciones diversas: el acto libre de Dios que difunde su bien participando el ser y atrae todas las cosas hacia sí no sólo en las tendencias ontológicas implicitas "in esse" que no alcanzan "en sí" la plenitud de su aspiración sino de un modo nuevo y "especial", en la dispensación gratuita en la Historia de la Salvación como un Don Sobrenatural.

Tal oferta del Don sería al igual que el acto creador originada "in Deum ex aeternitatis" pero realizada para el hombre "in temporis salutis" y por lo tanto difundida en las condiciones del orden de la creación en el que se desenvuelve el hombre mismo: temporalidad y espacialidad. De modo que desde el corazón de la paradoja existencial surge el movimiento de correspondencia y de respuesta libre al don y a la iniciativa del Verbo que encarnándose ha venido a llevar a los hombre hacia su fin en la bienaventuranza. Este encuentro entre las aspiraciones profundas del corazón humano y el amor divino encarnado se da en la concreción histórica de cada persona "in singularis" en relación a la posibilitación de la oferta que es accesible a través de una mediación, de un Mediador. La paradoja existencial es real, y sólo se resuelve en el misterio de Cristo quien siendo Dios y hombre verdadero es capaz de unir a los hombres con Dios. En Él, en su humanidad el hombre retorna a Dios. Él es el reditus.