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lunes, 29 de abril de 2013

24. [S.Th.] Santo Tomás de Aquino y la Fe (2): los bienes sobrenaturales de la Fe



Introducción

En el artículo previo hemos propuesto los preámbulos necesarios para que nazca la fe que se pueden resumir en uno: el espíritu humano que busca con humildad y magnanimidad la verdad. La condición asociada a este preámbulo es la escucha, y el discernimiento racional del testimonio dado junto con el juicio de los testigos. De este modo, llegamos a entender que el acto de fe, es razonable y tiene como característica esencial el discernimiento de la credibilidad "cogitare" y la confianza voluntaria al testigo "cum asensione".

Hemos dicho también que el origen de la Fe se encuentra en Dios quien decide revelarse, normalmente a través de mediaciones proféticas a las que les asocia su poder con signos y prodigios, y, en la plenitud de los tiempos a través de su Hijo, quien es la palabra definitiva y plena que el Padre ha querido dar a la humanidad por obra del Espíritu Santo. 

Dios es origen de la fe en cuanto a que decide revelarse y también lo es en cuanto a que mueve los corazones a asentir en la Palabra de Vida. Así, los apóstoles creyeron en Jesucristo quien revelaba plenamente al Padre, y, al recibir el Espíritu Santo, se entregaron a predicar todo lo que habían recibido de él, a dar testimonio de su poder sobre la muerte, de su amor extremo, y del evangelio de la gracia.

Por la predicación engendraron miles en la fe, quienes nacieron verdaderamente a ella por el bautismo. Así, aceptando la Palabra de salvación, profesando exteriormente la fe de la Iglesia, muriendo al pecado y renunciando al demonio y al mundo eran sumergidos en el agua de la salud renaciendo para una vida nueva: la vida de los Hijos de Dios.

Y esta misma fe predicada por los apóstoles, profesada por la Iglesia en todo momento es la que hemos recibido también nosotros el día de nuestro bautismo. En el bautismo, se recibe la gracia santificante, la divinización del alma. En el orden de la inteligencia Dios comunica gratuitamente una cualificación sobrenatural, la fe misma. Así, aunque hemos hablado, anteriormente, del "acto de fe", ahora hablaremos de la fe como virtud teologal, como disposición permanente en el espíritu humano para unir el entendimiento con Dios de un modo sobrenatural.

La fe: virtud teologal

Santo Tomás enseña que la fe, como virtud, es un hábito operativo que dispone al hombre a realizar cierto tipo de actos y al mismo tiempo lo perfecciona. Como virtud teologal, implica no sólo que los actos que de ella se derivan se dirijan fundamentalmente a Dios, sino que proviene de Dios y realizan en el hombre una obra absolutamente desproporcionada a la naturaleza humana. La fe realiza algo en el hombre. Realiza una obra que es superior a la naturaleza del hombre perfeccionándola. Éste es el ámbito de la gracia sobrenatural. La fe hace posible que el hombre obre por encima de sus posibilidades naturales reales, es decir, sobrenaturalmente.
El hombre por su naturaleza es apto para conocer la realidad, la naturaleza de las cosas. El entendimiento es la facultad operativa que permite al hombre conocer la totalidad del ser. Este conocimiento es parcial y contextual y está limitado a las posibilidades reales de la experiencia del hombre y de su reflexión.

La naturaleza humana, que es espiritual y corporal, participa de la
luz del entendimiento divino, y de este modo es apta y está dispuesta para la verdad, que se realiza en él cuando conoce la realidad tal cual es. La razón, por sí sola, es capaz de conocer, no sin muchos esfuerzos y con grandes posibilidades de error, grandes verdades que son fundamentales para la vida del hombre, como la existencia de un solo Dios, la existencia y la inmortalidad del alma, la existencia de la libertad, la sociabilidad de la persona, entre otras.

Todo lo que el hombre conoce, está en él según su modo de ser y se realiza en él según sus propias capacidades. Santo Tomás señala que escapa a la naturaleza del hombre conocer la
esencia de Dios, contemplarlo tal cual es. Sin embargo, se pueden predicar con verdad, algunos de sus atributos. La razón es muy sencilla. La esencia de Dios es infinita, pues Él no es algo sino que es el Ser. El entendimiento humano es finito. Por lo tanto, es imposible que un entendimiento finito posea o conozca una realidad infinita. Conocer a Dios, su esencia, su naturaleza, en concreto, quién es él escapa a la naturaleza humana.

La obra de la
gracia, consiste no sólo en que por la redención se nos alcanza la salvación eterna, sino que, por un lado, también se nos da la salud, la restauración de nuestra naturaleza afectada por el pecado y por otro, se nos capacita para la vida sobrenatural, desde ahora. Ser capaces de la vida sobrenatural implica realizar actos más allá de nuestra naturaleza. Conocer la existencia de Dios es un acto natural, conocer su esencia es sobrenatural. La virtud teologal perfecciona a la naturaleza facultándola para estos actos.

La fe perfecciona a la razón.
Hace posible que el hombre conozca a Dios como él se conoce, que conozca al hombre como él lo conoce, que conozca al mundo como él lo conoce.
La caridad perfecciona a la voluntad y hace posible amar como Dios ama. Luego, entonces, la fe no es sólo un asentimiento a las verdades reveladas por Dios, como un estar de acuerdo y un creer lo que él ha querido decirnos. Este es sólo el primer paso que ha de disponer para la recepción de la vida sobrenatural en el sacramento. La fe teologal es una modificación en el hombre, es la perfección divina de su entendimiento y de su naturaleza.

Estamos, entonces, en el ámbito de la
obra sobrenatural de Dios en el hombre, en la divinización que se realiza en él a través de la fe. Santo Tomás dice que la Fe realiza en el hombre 4 bienes:
El primero: Por la fe se una el ama a Dios. Por la fe se realiza un tipo de matrimonio (quasi quodam matrimonium) con Dios. Santo Tomás cita al profeta Oseas (2,20) Te desposaré conmigo en la fe. En la explicación a este punto se señala que el bautizado tiene que confesar la fe. Es decir, el asentimiento a las verdades reveladas por Dios y custodiadas por la comunidad (la iglesia) es necesario para que se realice en él la vida sobrenatural, para que él reciba la fe como realidad ontológica.

Luego, entonces, la
fe como virtud sobrenatural comienza en el bautismo. El catecúmeno habrá profesado el creer, el acto exterior de la fe,  pero la fe no se habría realizado en él de manera propia e interior, perfeccionándolo y capacitándolo para los actos de fe que son sobrenaturales. Por este motivo el rito del bautismo para adultos pregunta ¿Qué pides a la Iglesia de Dios? Y a esta pregunta se admiten dos respuestas: La fe o el bautismo. Ambas son válidas, lo que quiere decir que se implican necesariamente. Por el bautismo se realiza la fe, y sólo en el bautismo se realiza la fe. Luego, entonces, el que pide la fe pide el bautismo y el que pide el bautismo recibe la fe.

El
matrimonio con Dios, significa una unidad profunda con él. La fe realiza en el hombre una unidad profunda con Dios, no sólo a través del conocimiento (que ya es un cierto tipo de unidad) sino también en cuanto a que es principio de caridad. El amor humano (distinto de la caridad) une a dos personas, de tal manera que ya no sean dos sino uno, en atención a la comunión de vida en la búsqueda del bien común. Cuando el amor humano, entre un hombre y una mujer madura, la entrega matrimonial realiza la unión profunda que brota de la auto-donación definitiva de los esposos y se expresa también en su unión conyugal en atención a los fines propios y al amor mutuo. Y este amor natural ha querido ser referido por Dios para señalar un tipo de unión que él desea realizar con el hombre.Así, el matrimonio es un signo que expresa de algún modo el amor y la unión que Dios quiere realizar con los hombres, la unión que Cristo consumó con su esposa la Iglesia a través de la donación amorosa de su cuerpo y de su sangre.  En el matrimonio cristiano los cónyuges son sacramento uno para el otro, es decir, signo presente y sensible del amor de Dios y de su obra. Son signo uno para el otro del matrimonio que Dios quiere realizar de modo definitivo y pleno con cada hombre. Como signo tiene también un contenido escatológico: señalar el destino final del hombre, la unión plena y definitiva con Dios. En este contexto, la virginidad consagrada, ya sea a través de los votos religiosos o del celibato sacerdotal asumidos libre y voluntariamente, se vuelve un signo esponsal escatológico.

Pero el
amor humano, es siempre entre iguales y la unión entre semejantes es posible naturalmente puesto que una de las condiciones del amor es la semejanza, que no implica, en este sentido, igualdad, sino reciprocidad en la misma naturaleza y por tanto complementariedad.
La pregunta, entonces, sería, ¿dada la absoluta trascendencia de Dios y la gran des-semejanza entre él y la criatura, cómo es posible el amor a Dios y más aún el matrimonio con Dios? Respondamos sencillamente. Es imposible para el hombre, pero posible para Dios. ¿y cómo lo ha hecho posible Dios? Elevando a la criatura desde la semejanza de la imagen con la que ya lo había creado, a la semejanza de la naturaleza, a la semejanza del Hijo. Es decir, Dios ha querido divinizar a la criatura humana. El acto creador ya había dispuesto al hombre para una unión de esta naturaleza, haciéndolo "capax Dei" y de ahí que el mismo Verbo se haya unido a la naturaleza humana hipostáticamente para salvarnos y redimirnos. Y al unirse a la humanidad asumida, el Verbo, Jesucristo Nuestro Señor, se hizo participe de nuestra naturaleza para que nosotros pudiéramos hacernos partícipes de su naturaleza, y divinizados pudiéramos entrar en una comunión plena y definitiva con Dios.  Reflexionemos un poco más sobre esto.


Dimensión escatológica del matrimonio espiritual


Este bien que la fe realiza en el hombre, implica por un lado su temporalidad y en ella su dimensión histórica y por otro lado su destino final, escatológico. Durante el transcurso de la vida mortal el fiel cristiano, consciente de esta unidad profunda con Dios ordena su vida en función de ella (la vida en Cristo) y la alimenta (con la oración y los sacramentos) para después poder verle y gozarle en la vida eterna.

El matrimonio con Dios se realiza de manera definitiva en la gloria, pues cuando resuciten los muertos, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo.(Mc 12, 18-25) Entonces lo veremos tal cual es. El verlo tal cual es implica un acto sobrenatural de entendimiento. Este acto sobrenatural inicia en la vida de manera imperfecta por la fe en el momento del bautismo. El verlo nos pone en relación directa con él, que permite no sólo el reconocimiento de su presencia y de su Ser, sino la adhesión y la posesión de su Ser por la voluntad. ¿Cómo es posible que una voluntad finita se adhiera y posea a Uno que es infinito? El matrimonio espiritual se realiza por la gracia del bautismo, tanto en la fe como en la caridad, que nos une íntimamente a Dios de modo sobrenatural. La caridad perfeccionando la voluntad hace posible la unión del hombre finito con Dios infinito al hacerlo participe de su naturaleza. El matrimonio espiritual nos hace semejantes a él. Esta semejanza aunque es imperfecta durante el tiempo presente, inicia en él en espera de la unión perfecta y definitiva. El hombre por su bautismo comparte la divinidad de aquel que ha querido compartir nuestra humanidad. La gracia lo capacita para los actos sobrenaturales o divinos, y sólo a través de ella es posible la respuesta al nuevo mandamiento: Amaos los unos a los otros como yo los he amado.

Es en este sentido en donde se entiende el concepto de adopción filial. De modo que si Dios ha querido revelar su amor y la unión que realiza en nosotros a través del matrimonio, no menos ha querido mostrarnos su amor haciéndonos sus hijos. Así, recapitula toda la experiencia del amor humano como desde su fuente y en su plenitud: el matrimonio, la filiación, la paternidad, la amistad.

Dios Padre en la unidad perfectísima y eterna de la Trinidad engendró al Hijo y de su relación que es la procesión del amor expiró el Espíritu Santo. El verbo, el Hijo, es eterno y divino, semejante en todo al Padre por los siglos. El verbo es el Hijo unigénito del Padre. Sólo él es Hijo de Dios por naturaleza, desde siempre ha sido, es y será semejante y en todo igual al Padre.
Sin embargo, el misterio de la redención, más admirable aún que el de la creación, supera el ámbito de la naturaleza y su orden originario, que alterado por el pecado del hombre, ha sido  reconstruido por Cristo en su encarnación, muerte y resurrección haciendo nuevas todas las cosas.

El verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
Reconcilió nuestra humanidad con la Divinidad en el templo de su propia persona, y por su sacrificio redentor nos quiso participes de su divinidad en misericordia. Los tesoros de la gracia, de sus méritos infinitos y de sus dones sobrenaturales fueron obsequiados a la Iglesia fundada en sus apóstoles, dándole autoridad para administrarlos y comunicándole su Espíritu para perpetuar su obra a lo largo del tiempo. Accedemos al tesoro de la gracia en el bautismo, a través de la Iglesia, cuando nuestra humanidad muere con Cristo y resucita a una vida nueva, sobrenatural, a una vida divina.

Somos hechos hijos en el hijo. No somos hijos por naturaleza, sino por participación, por adopción. El bautismo es un renacer, un nacer a la vida divina, la adopción divina, la divinización y por tanto el mayor acontecimiento posible en la historia personal. Por su Sacrificio de amor y misericordia que no sólo restauraba el orden sino que lo recreaba, comprándonos con su sangre para ser su familia, el hijo unigénito de Dios, por misericordia, se convirtió en el primogénito de muchos hermanos.

La fe como realidad substancial en nuestro ser es posible porque ha iniciado en nosotros esta transformación radical, esta divinización que nos une a Dios Padre en el Hijo por el Espíritu Santo. El matrimonio espiritual que inicia en el bautismo es un don. Nadie lo merece ni lo ha merecido, es desproporcionado absolutamente a las posibilidades humanas. Es una gracia. Por un lado el ser conscientes de tal don, nos obliga al agradecimiento, y por otro lado nos obliga a la misión, a la comunicación de la fe, a compartir el don excelso de nuestra condición de Hijos de Dios con todos los hombres.
 
Así, en el orden sobrenatural, la caridad, que perfecciona la voluntad, realiza, una unión más profunda e intensa que la que se realiza por el amor humano, pues es eterna, espiritual y subsiste en Dios mismo, modifica la naturaleza humana elevándola hasta la misma vida divina. La fe como virtud se realiza en distintos grados, al igual que la caridad, de tal modo que según el grado de virtud es el grado de unidad, y por este motivo los grandes santos no sólo han sido conscientes de esa profunda unidad matrimonial con Dios, sino que en virtud de esta unidad han actuado y, así, en ellos y en sus obras hemos podido ver a Dios mismo y a su bondad.

Pero el hecho de que sea una realidad teológica no quiere decir que no implique para su acrecentamiento la voluntad del hombre. Al ser el Acto de Fe un acto de la inteligencia que requiere la voluntad, la fe puede aumentar o disminuir de acuerdo a las disposiciones personales de la voluntad. El hábito aumenta en intensidad y perfección por dos motivos: una voluntad más dispuesta; una mayor comprensión de la inteligencia acerca de las verdades que profesa. Y este es el motivo por el cual, a pesar de que la Fe se recibe substancialmente en el bautismo esta puede acrecentarse o disminuirse y hemos de estar velando para mantenerla viva y acrecentarla. Del mismo modo podemos decir que la profundización sobre la fe es una condición para su crecimiento.



El segundo: El segundo bien que se realiza en el hombre, por la fe, es que por ella comienza en él la vida eterna. La vida eterna es conocer a Dios y su bondad, amarlo y saber el amor infinito que nos tiene y que tiene a toda la creación. La vida eterna es que te conozcan a tí el único Dios verdadero (Jn 17, 3) El conocimiento que tenemos de Dios, por la fe, es real y certísimo aunque imperfecto.

Santo Tomás hablará, entonces, de tres luces distintas en grado y en alcance. La luz natural de la razón, la
lumen fidei y la lumen gloriae. La Luz de la gloria es aquella que nos capacitará, en la esperanza de la misericordia, para conocer a Dios y amarlo como él se conoce y se ama, de manera definitiva y perfecta. Es la luz de los bienaventurados. Pero la misma luz, la misma vida bienaventurada inicia aquí. Inicia por la fe y se realiza de modo real aunque imperfecto en esta vida. Aunque la fe pueda aumentar y realizarse en grados superlativos, no alcanza nunca la plenitud de la lumen gloriae en esta vida. Por este motivo en la carta a los hebreos se dice la fe es la sustancia de las realidades que se esperan. Es sustancia, es inicio y realidad del cielo en la tierra, en espera de su realización plena. ¡Que diferente sería la vida del cristiano si se diera cuenta de que vive de un modo misterioso ya en el cielo!

El tercero: El tercer bien es que la fe dirige la vida presente. Santo Tomás dice: Para vivir bien es necesario que el hombre sepa qué cosas son necesarias para bien vivir, y si tuviera que aprender por el estudio todas las cosas necesarias para bien vivir, o no podría alcanzar tal cosa, o la alcanzaría después de mucho tiempo. En cambio la fe enseña todo lo necesario para vivir sabiamente. 
Este tercer bien que nos proporciona la fe es fundamental en el planteamiento antropológico de Santo Tomás. El hombre no es una criatura ni acabada, ni que obra por necesidad. En virtud de su libertad se perfecciona a sí mismo mediante sus actos, que están dirigidos siempre a distintos fines en razón de bienes. Sin embargo, ante la inmensidad de bienes que conoce, está indeterminado a elegir unos en lugar de otros. El discernimiento de lo que le conviene, en cada caso y en la dimensión global de su elección, como fin último y bien supremo es muy difícil y arduo.  Y a pesar de estas dificultades, de sus actos y de sus elecciones, no sin el auxilio misterioso de la gracia, dependerá su bienaventuranza eterna. Pero la fe le enseña lo necesario para obrar bien, con sabiduría y prudencia, encaminándole hacia la bienaventuranza. 
Por eso, el que ha recibido la fe, como don, ha recibido un tesoro incomparable pues en él ha recibido la sabiduría de Dios con la cual puede ordenar su vida infaliblemente hacia la bienaventuranza. De modo que podemos decir que quien ha sido iluminado, tiene tanto la sabiduría como el impulso de la gracia para vivir conforme a la misma sabiduría divina y así ordenar su vida presente en todos sus aspectos.

Esto motivará a Santo Tomás, quien tuvo sumo respeto y reverencia hacia los grandes filósofos, a decir que
ninguno de los filósofos de antes de la venida de Cristo, a pesar de todos los esfuerzos, pudo saber tanto acerca de Dios y de lo necesario para la vida eterna cuanto después de la venida de Cristo sabe cualquier viejecita (vetula) mediante la fe.
El cuarto: El cuarto bien es que por la fe vencemos las tentaciones. Santo Tomás enseña: Todas las tentaciones, o vienen del demonio, o vienen del mundo o vienen de la carne.

El demonio
tienta al hombre para que no obedezca a Dios ni se sujete a su dominio. Lo incita a la rebeldía, a la autonomía y a la autosuficiencia. Esto lo rechazamos por la fe. Por la fe conocemos que Dios es Señor de Todo (Dominum omnium), que todo fue creado por él y que todo se mantiene en él. Sabemos que él gobierna providentemente el mundo para que alcancemos la bienaventuranza y que ha dispuesto un orden en todas las cosas para nuestro bien. Por lo tanto se le debe obedecer con gran confianza y abandono.

El
mundo nos tienta seduciéndonos con lo prospero y aterrorizándonos con lo adverso. Esto nos lleva a rechazar la voluntad de Dios en nuestras vidas que, para salvarnos, nos presenta el camino estrecho de la cruz, de la renuncia a uno mismo y del sacrificio. La fe nos hace creer en otra vida absolutamente mejor que esta. La esperanza que tiene su sustancia en la fe, y que perfecciona tanto nuestro entendimiento como nuestra voluntad y acaso nuestra imaginación, nos hace rechazar lo próspero del mundo y no temer lo adverso, de tal manera que podemos conducirnos con confianza y fidelidad a Dios aunque atravesemos áridos valles, sabiendo que él está con nosotros y nos conduce hacia fuentes tranquilas.

La
carne nos tienta induciéndonos a las delectaciones momentáneas de la vida presente. Pero la fe nos muestra que por ellas, si indebidamente nos les adherimos, perdemos las delectaciones eternas. La fe, que perfecciona el entendimiento, operando junto con la caridad, que perfecciona la voluntad, hace posible que el hombre ejerza la dominación de todos los aspectos de su personalidad incluyendo los deseos naturales de su cuerpo que por efecto del pecado han quedad desordenados. La templanza, como virtud cardinal que ordena los apetitos sensibles integrando la totalidad de lo humano bajo el imperio de la razón, adquiere una dimensión más perfecta cuando se desarrolla a través de la razón iluminada por la fe en la voluntad que obra sobreponiéndose a las exigencias de la carne por la caridad.

lunes, 22 de abril de 2013

23. [S. Th.] Santo Tomás de Aquino y la fe (1): el origen de la Fe




Preámbulo
La Iglesia Católica reconoce ante todo ser depositaria de un mensaje que no ha sido pensado ni creado por mente humana alguna sino que, por el contrario, ha sido recibido como un don de parte de Dios mismo, primer principio y fin último de toda la realidad.

En este sentido, la Iglesia, es una comunidad que se sabe convocada por Dios y conformada por una Palabra que excede las capacidades naturales de la razón humana: la Palabra de Dios. De modo que la doctrina católica nunca ha pretendido ni ser una doctrina estrictamente humana ni tener su origen en la sabiduría natural sino que encuentra radicalmente su origen no en sí misma sino en el mismo Creador, no sólo en cuanto Creador y dador del ser sino en cuanto a que en el transcurso de la historia se ha revelado dando a conocer un designio hasta entonces escondido e incognoscible para el hombre sin la condescendencia divina de la revelación.




Por este motivo, el primer momento constituye el paso decisivo de la identidad cristiana y no es un momento creativo en el sentido de que proceda del ingenio de un hombre sino que, por el contrario, es un momento receptivo. La Iglesia antes de ser signo y testimonio de salvación es testigo de un Verbo de vida al que ha escuchado, al que ha visto y oído, del que se ha alimentado y al que ha aceptado con humildad y adoración. Es precisamente en razón de que la Iglesia está a la escucha de la Palabra, de que la recibe con veneración y devoción, que puede dar testimonio ante el mundo de un anuncio de salvación, del Evangelio.

Origen de la Fe
El origen de la fe lo podemos presentar en distintos niveles. En primer lugar hay que afirmar un preámbulo necesario: la inteligencia del hombre y su búsqueda incansable de la Verdad última de la realidad humana y de la vida en general, es el presupuesto indispensable para que nazca la fe. De ahí que haya una relación intrínseca entre lo que llamamos fe y la razón no como si se tratase de facultades contrapuestas, sino que, al contrario, sabiendo que se trata de dos actos de la misma facultad que relacionan al mismo hombre con la misma realidad aunque en distintos niveles: la verdad.

En este primer nivel, que es sólo un preámbulo, lo que se afirma es que el hombre busca la verdad y después de discursos altísimos y correctos también reconoce que no ha llegado sino a tocar como en gran oscuridad el misterio del hombre y de la vida. Pero en aquella oscuridad, también encuentra motivos reales y seguros para que en el momento en que Dios parezca hablarle pueda aceptar razonablemente su revelación: es capaz de demostrar la existencia de un Dios personal, infinitamente bueno, fuente de toda verdad y de toda belleza, fin último del hombre y fundamento de su bienaventuranza.

Los
preámbulos de la Fe no son sólo proposiciones y verdades que pueden explicitarse como juicios que den un sustento racional a la revelación sino que, también, representan una actitud fundamental de búsqueda y apertura. Y este es el punto en donde es necesario, para alcanzar la fe, un corazón en búsqueda como el del gran Agustín. Pero este corazón animoso e incansable no sólo le compete a Agustín como icono espléndido del amante de la sabiduría, sino que constituye también el ímpetu de la misma comunidad que llamamos Iglesia.

La Iglesia no es una comunidad que viva de costumbres, “
non consuetudinis”, sino que es, más bien, una comunidad que se reúne alrededor de la Verdad, “sed Veritas”, y para andar en la Fe, es necesario andar en búsqueda de la verdad. Y en este nivel es necesario señalar un elemento más: quien busca la verdad con magnanimidad no puede sino reconocer con humildad la limitación de sus recursos intelectuales y abrirse a la escucha del otro. Este momento constituye junto con la búsqueda de la verdad, un preámbulo indispensable para andar en la Fe. Así tenemos un preámbulo más: la humildad.

Antes de andar en los caminos de la fe, hay que aspirar magnanimamente a la búsqueda de la verdad  y reconocer humildemente las dificultades y limitaciones de la búsqueda. Un corazón inquieto, que busca, sabe que no puede realizar la obra solo y abre sus oídos a la escucha del prójimo. Un corazón individualista no puede andar en los caminos de la fe porque no es capaz de fiarse en el testimonio del otro. Así, la escucha en sí misma, es una condición necesaria para que nazca la fe, pero para que esta se de, son necesarias ciertas condiciones morales en la persona. Por eso lo primero es aprender a escuchar, y a confiar esperando  poder caminar junto con el otro hacia la verdad.

¿Pero cómo caminar junto con el otro a la verdad si no estamos dispuestos a fiarnos de nadie? ¿Cómo puede alguien aceptar el testimonio de otro, cómo puede fiarse de algo de lo que no tiene evidencia directa? Santo Tomás apela a la fe humana para afirmar la razonabilidad de la fe  en Dios. Se trata, en cierto sentido, de una afirmación positiva de la aceptación de la evidencia indirecta como acceso válido y razonable a la verdad:
...si el hombre no quisiera creer sino lo que conoce, ciertamente no podría vivir en este mundo. En efecto, ¿cómo se podría vivir sin creerle a nadie? ¿Cómo creer ni siquiera que tal persona es tu padre? Por lo cual es necesario que el hombre le crea a alguien sobre las cosas que él no puede conocer perfectamente por sí mismo. Pero a nadie hay que creerle como a Dios, de modo que aquellos que no creen las enseñanzas de la fe, no son sabios sino necios y soberbios, como dice el Apóstol en la Epístola a Timoteo 6,4: “Soberbio es y no sabe nada” Por lo cual dice San Pablo en la 2a. Epístola a Timoteo, 1, 12: “ Yo sé bien en quién creí y estoy cierto”

Y esta condición de escucha y de confianza, aplica, en cierto sentido no sólo para aquellos que no han recibido el anuncio, sino también para los que profesan la fe y tienen ya la fe teologal. En cierto sentido hay que renovar la oración que se expresa con el signo del efetá: pedir a Dios que abra nuestros oídos para escuchar su Palabra y nuestra boca para anunciarla. ¿Pero si esto aplica para los bautizados con cuanta más razón no aplica para todos aquellos que jamás han oído el mensaje? Hay que educar para la escucha y pedir a Dios el milagro del efetá para todos.
 
Esto mismo  decía el salmista: Ojalá escuchéis hoy su Voz, no endurezcáis el corazón. Bien sabía el salmista y lo retoma el autor de Hebreos que las condiciones preambulatorias para andar en la fe son la escucha y el corazón manso y humilde.

Ahora, estas condiciones, son el terreno firme para que nazca la fe, pero no son suficientes para suscitarla por si sola. Es necesario que llegue el sembrador a sembrar la semilla. Y la semilla se siembra por la predicación de la Palabra de Vida. El predicador es el que anuncia el Evangelio, y el gran sembrador es el mismo Cristo que vino a anunciar la liberación a los cautivos y a invitar a la conversión.  Así, el único origen de la Fe es Dios: El Padre que envía al Hijo a suscitar la fe y el Espíritu Santo que mueve los corazones a creer.

"Salió el sembrador a sembrar la semilla". En cierto sentido ya había preparado la cosecha por la palabra de los profetas pero la semilla de incorruptibilidad fue sembrada por el mismo Jesucristo en nuestros corazones. Más aún, ha sido él mismo quien puesto en tierra ha muerto para dar fruto abundante de Vida Nueva. Él mismo es la Palabra que pide ser aceptada y creída.

Recapitulando, después de los preámbulos es necesario un principio activo: la predicación de la Palabra. Y la Palabra de Dios, en sí misma, es un don sobrenatural y lo es, también, su aceptación. Por eso pedimos a Dios que prepare nuestros corazones y los de los demás para aceptar su Palabra. Que abra los oídos. Que sane las cegueras.

Fides ex auditu. La fe proviene de la escucha y la escucha supone la Palabra pronunciada del mensajero que lleve la noticia. La aceptación del testimonio del enviado es voluntaria, no necesaria, es libre y de modo misterioso, es motivada por el Espíritu Santo quien abre los ojos a los que viven en tinieblas. El hecho de que sea voluntaria no quiere decir que sea arbitraria o irracional. El asentimiento de la fe es un acto de la voluntad guiada por la razón, que somete a juicio el testimonio.

El testimonio ha de ser razonable, ha de ser creíble. Primero por la calidad de los  testigos: si el testigo no es veraz, el acto de fe es irracional e inhumano.  La voluntad se fía del testigo, asiente a aceptar como verdadero aquello que no conoce con visión, movido por el Espíritu Santo y en virtud del juicio que realiza del testigo y del testimonio mismo.

Así, por medio de signos maravillosos, acreditó Dios a los profetas como enviados suyos haciendo razonable para los destinatarios de los mensajes el asentimiento de la fe y de todo esto nos dan testimonios los textos sagrados.

A Jesucristo, el Padre lo acreditó como su Hijo (si no creen en mi, crean en mis obras) por medio de los milagros y de su sabiduría extraordinaria, pero sobre todo por el gran signo de la Resurrección. Este signo, sigue siendo hoy el hecho que funda radicalmente la razonabilidad del testimonio cristiano y también el primer anuncio de la salvación. Los apóstoles dieron testimonio de la resurrección del Señor y de como en él se habían cumplido las escrituras, es decir, las profecías, dando así un argumento más de la razonabilidad del mensaje que predicaba: Ayer y Hoy, la Iglesia sigue presentando
en todo momento el testimonio veraz de los apóstoles sobre la Resurrección, en los Evangelios, y el cumplimiento de las escrituras, en Cristo. Aunque lo hace siempre y en todo lugar, lo hace solemnemente en la Liturgia.

Así, el acto de fe, que requiere de la escucha y de la humildad tiene dos elementos integrantes que se complementan: la razonabilidad (cogitatione) y el asentimiento (cum asensione). Dice Santo Tomás:

En efecto, de los actos de la inteligencia, algunos incluyen asentimiento firme sin tal cogitación, pues esa consideración está ya hecha. Otros actos del entendimiento, en cambio, tienen cogitación, aunque informe, sin asentimiento firme, sea que no se inclinen a ninguna de las partes, como es el caso de quien duda; sea que se inclinen a una parte más que a otra (inducidos) por ligeros indicios, y es el caso de quien sospecha; sea, finalmente, porque se inclinan hacia una parte, pero con temor de que la contraria sea verdadera, y estamos con ello en la opinión. El acto de fe entraña adhesión firme a una sola parte, y en esto conviene el que cree, el que conoce y el que entiende. Pero su conocimiento no ha llegado al estado perfecto, efecto de la visión clara del objeto, y en esto coincide con el que duda, sospecha y opina. Por eso, lo propio del que cree es pensar con asentimiento, y de esta manera se distingue el acto de creer de los demás actos del entendimiento, que versan sobre lo verdadero o lo falso.

De modo que Tomás siguiendo la definición de Agustín dice que la fe es: cogitatione cum asensione. Pensar con asentimiento. El momento del pensar corresponde al juicio de las condiciones de credibilidad del mensaje y el momento del asentir corresponde al fiarse, o confiarse en el testigo. En este caso podemos decir que los apóstoles se fiaron de la enseñanza de Jesucristo y confiaron en él porque habían experimentado su sabiduría extraordinaria, su poder extraordinario expresado en los milagros, la extraordinaria coherencia entre su enseñanza y su vida, palabras y obras, y, finalmente, en su dominio sobre la muerte.

En sentido estricto nunca vieron la divinidad de Jesús, porque la divinidad no es algo que se pueda ver con ojos humanos, la creyeron. Y esto se puede decir incluso de las grandes teofanías: el bautismo y la transfiguración, en donde los testigos vieron signos de la divinidad, pero no la divinidad en sí misma. Así, cuando contemplaban el rostro de Cristo veían verdaderamente el rostro de Dios, del Verbo encarnado, pero lo veían en un rostro humano, de carne y huesoVeían a un hombre que era Dios, y la confesión de fe en su divinidad no nacía de la carne ni de la sangre sino de la bondad del Padre que movía los corazones a aceptar el testimonio de su Hijo.
Creyeron por obra del Espíritu Santo, como Pedro cuando confesó ¡Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios! por los signos externos que promovieron el acto interior de la fe.

I
ncluso en el encuentro misterioso con el Resucitado son los signos de la victoria los que mueven a la fe cristológica como Tomás Apóstol que viendo las huellas de la pasión en el cuerpo vivo del Señor afirmó solemnemente su divinidad: ¡Señor mío y Dios mío!  Y podríamos pensar que a Tomás se le dijo "Dichoso tu porque has visto" y, ciertamente, vio mucho más de lo que muchos creyentes vemos en el "cogitatione", pero aún así, no lo vio todo, no tuvo "visión beatífica" sino que por los signos contundentes creyó en todo lo que había dicho el Señor.

Por eso dice Santo Tomás que en algo se parece la fe a la opinión, en el hecho de que no tiene visión perfecta de su objeto y en algo se parece a la ciencia, en la certeza, teniendo una certeza mayor cuanto que se fía de un testigo que ni puede mentir ni errar: la Verdad primera. Así, en los estados del hombre frente a la verdad, el acto de fe tiene una mayor certeza que la de a ciencia pero coincide con la opinión en el hecho de que no tiene evidencia estricta.

En esto reside su imperfección, en su falta de evidencia directa, en que es en cierto sentido "oscura", pero no irracional, porque mientras que no tiene evidencia directa, tiene evidencia indirecta por la razonabilidad del testimonio y el juicio de veracidad del testigo.Y Santo Tomás se pregunta explícitamente si le es conveniente al hombre, de acuerdo a su naturaleza intelectual y dignidad "el acto de fe" a lo que responde:

 ... la imperfección de nuestro entendimiento resuelve esta dificultad: porque si el hombre pudiese perfectamente conocer por sí mismo todas las realidades visibles e invisibles, necio sería creer en lo que no vemos. Pero nuestro conocimiento es tan débil que ningún filósofo pudo jamás descubrir a la perfección la naturaleza de un solo insecto... Por lo tanto, si nuestro entendimiento es tan débil ¿acaso no es insensato no creerle a Dios sino sólo aquello que el hombre puede conocer por sí mismo?

Y respecto a la certeza del acto de fe Santo Tomás dice no sólo que es razonable creer sino que lo irracional sería no creer puesto que mientras que el entendimiento humano es falible  la revelación proviene de la ciencia divina que es de suyo infalible.

En segundo lugar se puede responder que si un maestro enseñase algo de su ciencia y cualquier rústico dijese que eso no es tal como el maestro lo afirma por no entenderlo a él, por gran necio tendríamos a ese rústico. Pues bien, es un hecho que el entendimiento de los ángeles excede al entendimiento del mejor filósofo más que el entendimiento de éste al del rústico. Por lo cual necio es el filósofo si no quiere creer lo que dicen los ángeles, y con mayor razón si no quiere creer lo que Dios enseña. Sobre esto se dice en Ecl 3, 25 “Muchas cosas que sobrepujan la humana inteligencia se te han enseñado”

Los sellos del Rey
¿Cómo saber que Dios ha hablado? Esta es la pregunta más radical de la Teología Fundamental. Ya hemos aventurado una respuesta a ella para hacer explícitos los elementos de la definición de la Fe en Santo Tomás. Ahora veamos que es lo que dice Santo Tomás:

Dios prueba la verdad de las enseñanzas de la fe. En efecto, si un rey enviase cartas selladas con su sello, nadie osaría decir que esas cartas no proceden de la voluntad del rey. Pues bien, consta que todo aquello que los santos creyeron y nos transmitieron acerca de la fe de Cristo marcado está con el sello de Dios: ese sello lo muestran aquellas obras que ninguna pura criatura puede hacer: son los milagros con los que Cristo confirmó las enseñanzas de los Apóstoles y de los santos.

De modo que si hemos aludido a los principios de credibilidad que movieron a los apóstoles a fiarse de Jesús y a profesar incluso antes de la Resurrección ¡Tu eres el Santo de Dios! estos mismos principios se siguen cumpliendo en el ministerio apostólico de la Iglesia: La altura de la enseñanza; Los testimonios de las obras y los milagros de Dios en la historia en la historia humana.

Pero aquí hay más elementos que considerar. Lo primero es que la Iglesia y los bautizados han de ser tenidos por testigos veraces. Para ello, siguiendo el ejemplo del Maestro, el primer supuesto es la coherencia entre palabras y obras. Por este motivo la primera condición para la credibilidad de la Iglesia ante el mundo es la coherencia de vida de sus miembros, sin la cual su mensaje será estéril en cuanto a que rayaría en la irracionalidad.

Sólo así la Iglesia puede hablar con la autoridad de su Maestro y cumplir fielmente su misión de ser
sacramento universal de salvación. La autoridad del Evangelio, reside en su origen divino, pero si el origen divino no es presentado con toda transparencia por el defecto de los testigos, el testimonio quedará sin fruto y su autoridad no podrá ser presentada con toda transparencia.

De hecho, se puede decir que este es el
"sello" del que habla Santo Tomás, el milagro que acompaña a los apóstoles, no sólo se trata de la intervención divina que supera momentáneamente las leyes de naturaleza (auxilio que nunca ha faltado a la Iglesia, basta visitar un santuario mariano o consultar los archivos clínicos de la Congregación para la causa de los Santos), sino la fe misma, y la caridad sobrenatural que hace de la comunidad eclesial  el instrumento de la misericordia divina, para todos.

Y tal caridad se ve lacerada cuando no se hace real y sensible frente al hermano desamparado, pero también cuando  se atenta contra la Unidad de la Iglesia. ¿Quién puede dudar de que el testimonio de caridad de la madre Teresa de Calcuta no interpela a todos como argumento en favor de la credibilidad del mensaje mismo de la Iglesia? Pero, al mismo tiempo, tendríamos que preguntarnos si las divisiones y los cismas no son también obstáculos para la credibilidad del testimonio.

Es significativo que el apóstol Santiago le de tanta importancia a las obras y se refiera en concreto a las obras de piedad, a las obras de misericordia. Es significativo que Santo Tomás hable de una
fe muerta que no llega a expresarse, ni está animada por la caridad, como de una fe semejante a la de los demonios. Es significativo que el apóstol Juan nos interpele diciéndonos que no es posible amar a Dios a quien no vemos si no amamos al pjimo a quien si vemos. De modo que si los creyentes somos las cartas del Rey enviadas a todos los hombres y queremos acreditarnos como sus enviados debemos llevar el "sello", el sello de la caridad y de la misericordia. Así el mundo creerá y seremos también nosotros, en cierto sentido, origen de la fe del otro, causa de su salvación.

jueves, 18 de abril de 2013

22. [Ph.] Disertación sobre el Bien

Ph



Prólogo

Hace algunos años escribí la siguiente disertación sobre el bien en Santo Tomás de Aquino. En su exposición recibí dos preguntas que recuerdo claramente.

Una de ellas fue presentada por mi maestro de estética Ramón Díaz Olguín.  Más que pregunta se trataba de una fuerte objeción contra la propuesta que yo llevaba. Él me decía que fenomenológicamente no veía la posibilidad de equiparar el amor humano con cualquier tipo de inclinación o movimiento de carácter más amplio en un sentido metafísico. Con esta objeción se resistía a aceptar la definición de Tomás: Bonum es quod omnia appetunt. Al paso de los años puedo decir que en cierto sentido estoy de acuerdo con él. Estoy de acuerdo en que hay un abismo de distancia entre el amor humano y la inclinación de los apetitos naturales en el ente. Sin embargo, puedo afirmar, sin miedo, que también hay una semejanza, aunque sea mayor la desemejanza. Esta semejanza la he desarrollado previamente en uno de mis artículos sobre la belleza.

De modo que en este caso, como en general en la metafísica, las nociones de amor y de bien, ni me parecen equívocas, ni únivocas, sino análogas, con toda la flexibilidad que la analogía permite pero también con su adecuación conveniente desde la perspectiva semántica unitaria, y, realista, en el orden ontológico. 


De otro tipo, pero no menos provocadora fue la pregunta de mi maestro Jorge Luis Navarro Campos. Él me pregunto simplemente: ¿por qué te preguntas sobre el bien? ¿qué te dicen estos conceptos y estas nociones filosóficas que son en cierto sentido áridas y muy técnicas? Al paso de los años, quisiera responder brevemente. Si me pregunto por el bien es porque me he preguntado por la verdad: la verdad de la vida humana, la verdad de la libertad. Si me pregunto por el bien es porque intento encontrar un λόγος en la acción y en el dinamismo de la vida. Si me pregunto por el bien es porque estoy vivo. Y  mi vitalidad, se expresa en una operación intelectual que brota de mi espíritu  suscitando un movimiento apetitivo. Frente a este movimiento espiritual busco respuestas globales, principios firmes, primeros principios, razones profundas. No sólo por motivos estrictamente teóricos sino también por motivos sumamente prácticos y existenciales. Cuando me pregunto por el bien me pregunto sobre el λόγος de mi vida, sobre su razón, sentido, su origen, su fin. Si me pregunto por el bien es porque la realidad me impacta y me afecta y más que respuestas busco dar mi propia respuesta a la realidad, busco entender hacia dónde dirigirme.

Es decir, si me he preguntado por el bien y lo sigo haciendo es, en cierto sentido, porque estoy hecho para la verdad, y, más aún, porque estoy hecho para el amor verdadero, para el amor en la verdad, para amar el bien verdadero. Y no puedo ni existir auténticamente ni actuar humanamente, sin detenerme a buscar respuestas. La pregunta sobre el bien no puede responderse sin recurrir a las nociones de verdad y de amor, de algún modo están condenadas a presentarse y a responderse siempre juntas. Y en medio de ellas aparece también la belleza, como esplendor del ser conocido con verdad, realizado con verdad y contemplado con amor... ¿Cuál belleza? La belleza del cosmos y de la vida, la belleza del hombre y de la persona, aquella belleza que es también un camino de ascenso hacia el Bien en sí, fuente de toda belleza y Verdad primera.

¿Qué me dicen estas nociones áridas y técnicas? Por más áridas y técnicas que parezcan me dicen mucho: me aportan una mirada nueva, profunda, aguda y amplia sobre la realidad, sobre mi propia realidad, sobre mis circunstancias y circunstantes. En cierto sentido me hacen ser más libre y más humano.

A continuación presento el texto original. Podría someterlo a algunas correciones y precisiones. He decidido, sin embargo, dejar el artículo tal cual fue hecho público bajo la forma de disertación en la Facultad de Filosofía de mi Alma Mater, la UPAEP.
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EL BIEN 
(2008)


Primo qui cadit in intelectu est ens. Todo lo que el intelecto conoce lo conoce porque es y desde su condición más fundamental, la de ente. No quiere esto decir que el intelecto conozca en primer lugar la noción de ente, sino que todo lo que conoce es conocido por que es. Lo que no es, no puede ser conocido directamente sino sólo en cuanto a una negación en el ámbito de la privación del ente que es.

Así lo que no es se conoce en relación con aquello que es. En de ente et essentia, Santo Tomás enseña: ens per se dicitur dupliciter: uno modo quod dividitur per decem genera; alio modo, quod significat popositionum veritatem. Ahora bien, como el intelecto conoce primero a través del entendimiento que conoce lo que algo es y después a través del entendimiento que compone y divide según afirmaciones y negaciones, todo lo que el hombre conoce, sea aquello que algo es o sea aquello a lo que llega el juicio, es ente.

El primero se refiere a los modos particulares de ser que tienen que ver con el entendimiento que aprehende el particular tomado de la realidad en la que se encuentra in diversis, (el ente) y dice lo que es a modo universal. Así, todo lo que es in re, es según uno de los diez géneros o categorías.

El segundo modo quod significat popositionum veritatem, corresponde a las proposiciones que se hacen de los entes que son, y aquí se considerarían los juicios y las intentiones lógicas, scilicet genus, speciem et diferentiam. Ahora bien, si todo lo que conocemos es ente ya sea in re o in intelecto, el bien tiene que ser un ente o ente.

Pero ¿cómo podría ser un ente si lo encontramos en los entes? El bien no puede ser distinto del ente, luego, entonces, ¿el bien añade algo sobre el ente? ¿Cómo podría añadir algo sobre el ente si todo lo que es, es ente? ¿de qué modo el bien añade algo a la noción de ente? Santo Tomás responde: el bien no añade algo al ente, ya que el bien, como el ente, está igualmente presente en los diez géneros, como se demuestra en Ethic.

El ente en el primer sentido está constituido según los géneros (o categorías) en modos particulares y tanto el ente como el bien están presentes en estos. Es decir los diez géneros en sus distintos individuales son entes y son bienes. Parece ser que, al menos, el bien no añade nada extrínseco al ente, o algo ajeno.

¿Son, entonces, sinónimos ente y bien? Cabe la posibilidad de que añada sólo algo de razón en cuanto a la noción de ente y no en cuanto a la realidad que significa el ente. Pero no hay ningún nombre que señale una cosa real que no sea ente. Así no se trata de la res que es un ente sino de lo que la palabra ente significa. Pero como la razón de ser es lo primero que se capta en el concepto del entendimiento, como dice Avicena, es obligado que cualquier otro nombre, o sea sinónimo de ente, lo cual no se aplica al bien, pues cuando decimos ente bueno no decimos una tautología, o le añade algo distinto al menos según la razón. Tenemos, por tanto, que el bien, al no ser limitación del ente a un género, le añade algo distinto por la razón.

Si es distinto, entonces, sólo por razón, habría que decir de qué modo y lo que esto implica. Santo Tomás dice: Lo que es distinto sólo por la razón, lo es de doble modo: o es negación o es relación. Este es el núcleo fundamental de la deducción de los trascendentales. Hemos dicho que el ente y el bien no son sinónimos, son distintos, pero sólo por la razón, es decir significan la misma realidad (id quod est) pero señalando a la misma realidad explicita uno algo que no explicita el otro. Ente y bien se refieren a lo mismo que señalan pero en el caso del bien además de implicar su ser (que sería el caso de ente) se hace explícita una relación de razón del tipo de lo perfectivo (de lo que perfecciona).

¿De qué modo puede el ente ser perfectivo de otro ente? Santo Tomás señala dos modos en los que el ente puede ser perfectivo de otro ente. Del primero se deduce el trascendental verum: Un ente puede ser perfectivo de doble modo: de un primer modo bajo la razón de su especie y, en este caso, el ente perfecciona el entendimiento al captar la razón de ente, pero sin que el ente se haga presente en sí mismo al entendimiento [Sólo lo hará formalmente]. Según este modo de perfeccionar, la verdad añade algo al ente, pues la verdad está en el entendimiento y  el ser se dice verdadero en tanto cuanto se adecua o es adecuable al entendimiento. Del segundo modo en el que el ente es perfectivo se deduce el trascendental bonum: … El ente es perfectivo de otro no sólo según la razón de especie, sino también según la existencia que tiene en la realidad.

Este es el modo como el bien es perfectivo, pues el bien está en las cosas o mejor aún, las cosas son bienes. Mientras que por un lado en el caso del intelecto se trata de que lo perfecto (el ente en acto) perfecciona lo perfectible (la inteligencia en potencia) a través de la comunicación de su especie inteligible que se hace presente formalmente en el entendimiento,  por otro lado, en el caso del bien es la existencia y no la forma del ente lo que está en relación con el ente que perfecciona.

¿De qué modo la existencia de un ente puede estar en relación con otro ente de modo que este segundo sea perfeccionado por el acto del primero? Santo Tomás responde: El aspecto de que un ente es perfectivo y consumativo de otro, tiene razón de fin respecto de aquello que perfecciona. Luego entonces el Bien tiene que añadir una relación de razón al ente según es perfectivo y consumativo de otro siendo fin respecto de aquello que perfecciona.

Para que haya un fin tiene que haber un movimiento o una tendencia hacia este por parte de un agente. Luego, entonces, el bien tiene que estar relacionado con aquello a lo que los entes que son perfectibles tienden para perfeccionarse y esto es su apetito. De todo esto se llega a una primera definición: bonum est quod omnia appetunt.

Algunas cosas pueden ser apetecidas en sí mismas o en relación a otra cosa. Se dice bueno principalmente el ente perfectivo de otro a modo de fin suyo; y secundariamente se dice bueno lo que conduce al fin. Así, el fin del obrar es el bien propiamente dicho, mientras que los medios en cuanto son fines intermedios se dicen buenos secundariamente pues no son perfectivos en sí mismos (propiamente) sino en relación a otro fin que los implica como medios para sí.

En el bonum, el ente es perfeccionado por la relación de fin de lo que es bueno con aquello perfectible que apetece lo bueno y lo alcanza. La noción de ente, significa la misma realidad a la que se señala con la noción de bonum (y de verum), por lo tanto, todo lo que es ente es bueno y de esto se sigue que el bonum es no un modo particular de ser del ente (como lo serían los diez géneros supremos) ni tampoco una especificación lógica de los entes, sino un modo general de ser del ente (Modo trascendental).

El ente es bueno y todo lo que es, es bueno. Lo que la palabra bueno expresa sobre la realidad que significa el ente no es expresado explícitamente por la palabra ente. Así, encontramos que lo que es, es bueno, y señalamos una relación necesaria entre el ser del ente y la bondad que de él se sigue, de tal modo que en cuanto a que el ente es fin y hay fines que perfeccionan más según su perfección y la perfección del fin depende de la perfección que posee el ente en acto, según su acto, cada cosa es buena según su propio acto. Finalmente, la bondad añade a ente la conveniencia a un apetito sobre el cual actúa como lo perfectivo respecto a lo perfectible en razón de fin y que brota de su perfección, de su acto, del actus essendi.

La razón de bien es posible por el acto del ente, que no es otra cosa que su perfección, su actus essendi. El ser de cada creatura es su perfección primera y en cuanto conviene a perfeccionar a otros entes a modo de fin se le considera bueno. Santo Tomás dice: La razón de bien consiste en que una cosa es perfectiva de otra a modo de fin, todo aquello que posee razón de fin, tiene también razón de bien.

Y de la razón de fin son dos cosas, a saber, que sea apetecido o deseado por quienes todavía no han alcanzado el fin y que sea amado y deleitable por quienes están en el fin, porque es de la misma razón tender a un fin y descansar en él… lo que todavía no participa de ser, tiende al mismo por apetito natural, lo que ya posee el ser, naturalmente lo ama. Y de ahí que el primer bien al cual tienden las creaturas señalado por Aristóteles en el libro de la Metafísica es el permanecer en el ser, pues el ser es su primera perfección y el fundamento de todas las demás perfecciones. De todo esto, se muestra que la relación entre bien y ser es esencial: Unde Sicut impossibile est quod sit aliquid ens quod non habeat esse, ita necesse est ut omne ens sit bonum ex hoc ipso quod esse habet.

El bien y el ente son convertibles, ambos se refieren a la misma realidad y todo lo que significa ente lo significa bien añadiendo sólo una relación de razón de fin que perfecciona. ¿qué tipo de relación habría entre la noción de ente y la de bien? Tanto la noción de ente cómo la de bien están relacionadas no como una parte y un todo, ni como dos todos distintos, ni como dos partes, sino refiriéndose a la misma cosa añadiendo uno una conveniencia pero siendo igual de consistente que la otra y estando presente en todo lo que es tanto en los modos particulares de ser como en el ente según corresponde a proposiciones de verdad.

Si el fundamento del bien es el actus essendi, y este es un acto participado, no se causa a sí mismo, entonces el fundamento ultimo del bien esta en El Ser, en el Acto puro que participa el acto de ser a los entes. Santo Tomás dice: Del bien no puede derivar más que el bien. Como todo ente procede de la bondad divina, todo ente es bueno. El ente es en cuanto a que participa del ser de Dios según un modo de ser limitado, la esencia. El bien es bien en cuanto a que participa de la bondad de Dios según un modo de ser limitado en su esencia. Pero lo bueno es bueno en cuanto a que es y todo lo que es por ser es bueno, de tal manera que la participación en el ser es la participación en la perfección que es el fundamento de la razón de bien en cuanto a que es perfectible y alcanza la razón de fin, y por tanto es también la participación en el bien divino.

El ser participado implica mucho más que la sola existencia contingente y según una esencia, sino que implica que lo que es, es bueno en razón de su ser que es perfecto y perfectible y que conviene con el apetito que busca lo perfecto. Si el ser es lo que indica la noción de ente, y este ser se refiere al ser de un aliquid que es, es claro que el bien también se refiere en todo caso y necesariamente a un aliquid que es añadiendo sólo la relación de razón de fin al ente. Y se trata del acto de ser propio de cada ente y según su naturaleza que lo limita en el ser. De esta forma, decimos que para cada ente su bien consiste en ser según su naturaleza y el mal, sería aquella privación (que no es in re sino in intelectu secundum veritatem propositiones) que se opone a la perfección natural.

Se podría deducir de esto el principio de finalidad: Omne agens agen propter  finem. Todo agente obra por un fin, pues obra en razón de fin según la consideración del ente como perfecto y perfectible sabiendo que en tanto que es bien est quod omnia appetunt. Este será un tema importante en la metafísica de la causalidad. Por ahora basta señalar lo siguiente tomado de la Suma contra los gentiles: En las cosas que más manifiestamente obran por un fin, llamamos fin a aquello a lo que tiende la inclinación del agente; si alcanza ese término, decimos que ha logrado su fin, y si no lo obtiene, afirmamos que se aparta de su objetivo, como es notorio en el caso del médico que pretende dirigirse a una meta concreta. Y no importa a este respecto que quien se encamina a su fin lo conozca o no, pues como el blanco es el fin propuesto por el arquero, del mismo modo es el fin del movimiento de la flecha: pues toda orientación o tendencia del agente se encamina a un fin preciso.

Finalmente habría que decir que actuar por un fin no significa percibirlo como tal fin; implica solamente una dirección precisa en las operaciones de un ente que busca la perfección según su naturaleza. De esta manera, también los seres que no tienen inteligencia y aún aquellos que carecen en absoluto de conocimiento en cuanto a que obran actúan por un fin, es decir se mueven hacia algo determinado, perfecto, aunque sin saberlo.

Ahora bien, se ha presentado la razón de bien en cuanto a razón de fin. El fin conviene necesariamente con un apetito. El apetito puede estar determinado por la esencia del ente o puede ser libre e indeterminado en ciertos aspectos (Como es el caso de la libertad humana que estando determinada al bonum ut naturam esta indeterminada frente a la enorme cantidad de bienes de la realidad).

Pero la razón de fin es la primera en la intención y en el caso de la totalidad de los entes es el fundamento no sólo de su bondad sino primeramente de su existir. El ente es por participar del ser divino en cuanto a que Dios libremente ha dado parte de ser a los entes. Así mismo la razón de fin del ente refiere en último término a la voluntad divina que ha querido participar el ser a la creatura. Dios participando el ser según una medida a cada una de las creaturas (la esencia) lo hace como causa final y al crearlo le da al ente razón de fin (quiere crear) y así le da en el ser, la bondad de su propio modo de ser según la perfección que le corresponda a su esencia. Luego entonces, el fundamento del bien del ente y del ser del ente es el acto creador y conservador (providente), eficiente (ex nihilo) y final (libre) de Dios.

Todo ente es bueno porque coincide con la voluntad divina que la hace ser de un modo participándole el ser según un ser así, una esencia que es buena según participa del ser que en cuanto a perfección es la bondad misma. El querer divino es el fundamento de la bondad del ente.

Dios es el Ser y también el Sumo Bien. ¿De qué manera y de dónde se deduce? Si decimos, que algo es bueno en cuanto a que es, a que tiene ser, según un modo de ser, el bien será del mismo grado que el ser en el mismo ente. A ser accidental corresponde bien accidental. Así, a Dios le correspondería, considerado en sí mismo, la Suma Bondad. Dios es Bueno por esencia, pues su esencia se identifica con el Ser.

Ahora bien, considerado como fin para los demás entes que ha creado Santo Tomás responde en la Summa: Ser bueno le corresponde señaladamente a Dios. Pues algo es bueno en cuanto es apetecible. Cada uno apetece su perfección. En el efecto la perfección y la forma tienen cierta semejanza con el agente, ya que el que obra hace algo semejante a él. Por eso, el agente es apetecible y tiene razón de bien, pues lo que de él se apetece es la participación de su semejanza. Dios es la primera causa eficiente de todo, resulta evidente que la razón de bien y de apetecible le corresponde.

Así, Dios no sólo es su bien pues no hay otro bien fuera de él que él pudiera apetecer y mientras que su bien se identifica a su ser en esencia junto con todas sus demás perfecciones que son en él ilimitadas, él es el sumo Bien no sólo para sí mismo, sino que lo es también para todo ente que se perfecciona pues él es la Suma Perfección de las perfecciones. De aquí se desprende el fundamento de la ética tomista que encuentra un descanso no en la eudaemonía sino en el Sumo Bien, en Dios mismo, y por consecuencia se desprende toda la reflexión sobre la bienaventuranza del hombre. Dios es el fin de la creatura y particularmente del hombre. Dios es el Bien último del hombre y el acto libre será bueno en cuanto a que se dirija a su fin según la razón que actúa como orden del actuar dando así lugar a una verdadera vida virtuosa: Aquella que lleva al hombre hacia su fin hacia Dios mismo. La bienaventuranza será descansar en él.

Algunas consideraciones pertinentes para la ética

Lo que en la realidad se da por participación requiere de uno que tenga en grado sumo y de otros que tengan en parte la perfección de la que participa uno y que es participada por otro. Al ser conocida la estructura de la realidad que implica participación en distintas perfecciones se conoce lógicamente a modo de analogía señalando la conveniencia de dos entes que tienen alguna perfección que es en parte igual y en parte diferente según un mayor o un menor grado.

Cuando se predica de dos entes esto no tiene ninguna complicación. Cuando se predica de Dios habría que detenerse, pues no sólo se trata de señalar una analogía, porque si bien la semejanza es real, es mayor la des- semejanza por ser las perfecciones divinas infinitas y esto constituye la vía de la eminencia: Todo lo tiene Dios por la unidad simple de su ser, ya que su esencia es su sabiduría, justicia y fortaleza y demás similares, que en nosotros son algo sobreañadido a la esencia. En otras palabras, lo que al ipsum esse subsistens le compete esencialmente, al ente creado le compete como algo sobreañadido a su esencia.

¿De qué modo? Por participar de la forma creada recibe las perfecciones propias de su especie y una cierta bondad secundum quid habet esse, y no sólo porque tiene ser, sino porque tiene ser según la medida de su forma. En relación a su causa final y causa efectiva de su esse el ente creado es bueno por participación en el ser según la forma ejemplar que reside en el entendimiento divino constituyéndose éste ente en un ente cuya esencia que tiene ciertas perfecciones secundum quid en acto pero que en potencia es perfectible.

Finalmente, lo bueno en los entes no es bueno por esencia (pues no tiene el ser por esencia de ser así sería un ser necesario) sino por participación en un primer sentido (en cuanto a que es bonum secundum quid esse habet) y por algo sobreañadido a la esencia, en un segundo sentido, (la perfección a la que accede la sustancia por la determinación de los accidentes, bonum simpliciter).

De lo perfectible que busca lo perfecto, y de lo perfecto que alcanza el ente al obrar para perfeccionarse así mismo y determinarse según una bondad total y completa a la que es capaz de llegar por medio de su ser potencial y de los accidentes que se adhieren en la sustancia determinándola, nos referimos con el bonum simpliciter.

En este sentido la consideración respecto al ente es distinta a la que es respecto al bien, pues el ens simpliciter se refiere a la ousia, mientras que el ens secundum quid se refiere a los accidentes que perfeccionan a la sustancia.

En cambio en el bonum, por ser el ente considerado como perfectivo y no en sí mismo, es secundum quid la sustancia, según que tiene el ser, y también secundum quid es algún accidente tomado por separado según un algo (se puede ser bueno según un algo), pero el bonum simpliciter, se refiere no a la sustancia, sino a la sustancia en cuanto a que está perfeccionada por los accidentes propios de la especie a la que pertenece.

De tal manera que el ens simpliciter será bonum simpliciter en la medida en que alcance su fin y las potencias accidentales que tiene se actualicen en sus respectivas perfecciones a las que aspiran. Por eso se dice que un hombre es hombre (ens simpliciter) y que es mexicano (secundum quid), pero es distinto decir que es un buen hombre (bonum simpliciter) a que es un buen universitario (bonum secundum quid es universitario), más aún, es distinto decir que es un buen universitario (bonum secundum quid es universitario), a que es un universitario bueno (Bonum simpliciter, aunque hace explícito que siendo un universitario es un hombre bueno).

En la creatura, la bondad accidental (bonum secundum quid) que en el ente creado determina y perfecciona a la sustancia y por tanto es algo añadido a su esencia admite grados de bondad en los distintos entes que sean de la misma especie, y la creatura alcanzará su bonum simpliciter en la medida en que alcance las perfecciones de su naturaleza según su fin.

Estos grados de bondad en el caso de la creatura libre son un resultado de la virtud de tal manera que el bonum simpliciter del hombre será el ser virtuoso según que esto lo lleve a alcanzar su fin: la bienaventuranza en Dios. Cada virtud en cuanto a que perfecciona al hombre según algo, lo acerca a una bondad completa en cuanto a su naturaleza de hombre en la medida en que lo lleva a su fin.

Así se dice que un hombre virtuoso tendrá más bondad que un hombre vicioso, mientras que un hombre que alcanza su fin y dispone todas sus potencias a él según las virtudes será bueno absolutamente o simpliciter. En este sentido, el bonum simpliciter supone un acabamiento interior, que el ente creado pueda alcanzar la dimensión y vigor operativo según su naturaleza: quantitas continua, quantitas virtutis.

Santo Tomás señala: La bondad tiene razón de causa final. Desde esta perspectiva la teoría de la acción implica una interpretación significativa. Es decir, la acción humana debe ser interpretada desde su significado, no sólo como un acto realizado sino como un signo en la tendencia natural del hombre como creatura libre hacia su fin que es El Bien. El acto no sera un suceso ontológico y estático, sino será un suceso metafísico y moral en el dinámismo del acto de ser y de la esencia del hombre en una existencia temporal en la que a través de decisiones y discernimientos se auto-determina de una u otra manera.

Epílogo

Este texto, por algún motivo desconocido para el autor, en el cambio de formato de un blog en donde estuvo publicado previamente hacia este, perdió su aparato crítico, es decir las referencias a los textos citados. Solicitamos comprensión del lector y el privilegio de la confianza. Por otro lado, he  de decir que este texto puede servir en gran medida como una referencia técnica para la hermenéutica de gran parte de los artículos anteriores. Finalmente, acompaña este artículo el concierto para violín # 4 de Paganini. La razón: porque me fascina. Espero lo disfruten.